RAIMUNDO LULIO.
Gloria envidiable y levantada cabe ciertamente a la mayor de las islas Baleares al contar entre los ilustres hijos que aparecieron en el principio de su restauración a una de las más grandes figuras de los siglos medios. Como si se complaciera la providencia divina en derramar toda clase de bienes sobre la perla del mar ibérico, recién engarzada en la espléndida corona del cristianismo, no vemos en ella después de conquistada sino un reino floreciente que sus naturales anhelan colocar, con el esfuerzo de su brazo o el poder de su inteligencia, a mucha altura y engrandecimiento, ya que se cobijaba bajo el cetro de sus reyes tan reducido territorio. Los pueblos brotaban sobre su suelo como por encanto, sus naves llevaban el pabellón de la nueva monarquía a los países más remotos y la centella del genio se manifestaba sobre la frente de más de uno de sus leales hijos. Digno del largo y próspero reinado de Jaime II de Mallorca fue entre todos el célebre Raimundo Lulio (1), que a una inteligencia vasta y casi milagrosa, reunió la enérgica e infatigable actividad que le dieron el más ferviente celo religioso, el más profundo amor a la ciencia y a las letras y los impulsos más santos de caridad y cristiana abnegación.
(1) Siendo por lo general conocido nuestro autor con el nombre de Raimundo Lulio, nos parece del caso continuar llamándole así, no obstante de que el verdadero fue el de Ramon Lull.
No es nuestro ánimo trazar un cuadro completo y acabado en el que al mismo tiempo que se dieran a conocer en toda su extensión los hechos del insigne mártir, se apreciaran en su justo valor el mérito de su doctrina y la elevación de sus virtudes. De no escasa importancia fuera en verdad un trabajo de esta índole, mas los límites que en esta obra nos hemos impuesto, el carácter puramente poético que nos propusimos darla, el conocimiento profundo de la época en que floreció Lulio, ya bajo su aspecto religioso, moral y político, ya bajo el punto de vista científico y literario, y la vasta erudición que semejante trabajo reclama y de que por otra parte carecemos, y aun más que todo nuestra insuficiencia y lo escaso de nuestras fuerzas, que no tenemos reparo en consignar, alejan de nosotros la idea de imponernos tan ardua tarea. Basta para nuestro propósito trazar en bosquejo los principales hechos de la agitada vida de nuestro autor, para que mejor se comprendan las circunstancias en que se deslizaron de su fecunda pluma los numerosos versos que serán con respecto a él nuestra única у exclusiva ocupación. No desesperanzamos empero de que otros más inteligentes levanten a la gloria de Raimundo el monumento que a sus dotes es debido, entrando en el detenido análisis de la universalidad de su genio y de sus portentosos sistemas y teorías en todas las ciencias y en todas las artes, y hasta siguiéndole en las regiones de la más sutil teología o en los encumbrados vuelos de sus místicas contemplaciones.
Descendiente de una antiquísima y egregia familia que contaba en sus varias generaciones miembros esclarecidos y nombres afamados, entre ellos el gobernador que fue del castillo de Port en Cataluña, que tan buenos servicios prestara al emperador Carlo-Magno, nació Raimundo Lulio en esta ciudad de Palma el día 25 de enero del año 1235, en una casa de la calle sin salida situada junto a la plaza que hoy forma la área del demolido edificio de la Inquisición, conservándose aún convertido en capilla el aposento donde vio la primera luz. Fue hijo de D. Ramon Lull, catalán de ilustre prosapia, que acompañó al rey D. Jaime en la conquista de Mallorca, y de doña Ana de Heril (Erill, Eril) de cuna no inferior a la de su marido. Merced a los servicios que prestó el padre de Raimundo en la gloriosa empresa del Conquistador, fue agraciado con la alquería de Biniatró en el repartimiento que de las tierras que le cupieron hizo aquel monarca entre sus vasallos, y además con las otras heredades de Formentor del término de la villa de Pollensa, de Punxuat del término de la de Montuiri y hoy de Llummayor, y con los feudos o caballerías de Manacor: y como le hubiese manifestado el rey vivos deseos de que fijase su residencia y estableciese su casa en Mallorca para el mayor lustre de la nueva república, dispuso que se trasladase su esроsа desde Cataluña, donde permaneciera durante la expedición, a la recién conquistada metrópoli.
Diez años habían transcurrido desde que ambos esposos vivían unidos con el lazo indisoluble del amor conyugal sin que Dios les hubiese concedido sucesión, como si guardase para Mallorca la prez de poderle contar en el número de sus más ilustres hijos: y siendo tan fervientes las súplicas que al cielo dirigían para que cesase la esterilidad en que se vieran, muy escuchadas del Todo-poderoso debieron de ser cuando les concedió la fortuna de dar al mundo dechado de tanta virtud como de sabiduría. Agradecidos supieron mostrarse los nobles esposos al don de Dios, cuando salido Raimundo de la infancia, educáronle en los principios religiosos más sanos, y le procuraron una instrucción sólida y provechosa, entregándole al cuidado de buenos maestros que le ejercitasen en las letras y en las ciencias. Mas no bien tuvo Raimundo voluntad propia y pleno discernimiento, cuando manifestó desvío por la instrucción, de que tan ávido había de mostrarse después, y significó sus deseos de emplearse en el servicio del
rey D. Jaime de Mallorca, segundo de este nombre e hijo del Conquistador, que a la sazón empuñaba el cetro de la reducida monarquía.
Deseoso de satisfacer el padre de Raimundo la natural inclinación de su único vástago, puso en obra para ello todo el valimiento que su nobleza e hidalguía le daban ante la persona del rey, quien admitió al joven Lulio en su palacio en calidad de paje de su espléndida y real servidumbre; y recompensando más adelante sus servicios, hízole su senescal y mayordomo. Mas distraído en medio del esplendor de la corte, olvidó el camino de su deber por el de los devaneos, y tanto se apoderó de su espíritu el amor a los placeres y locuras del mundo, que en ello perdió no poco del concepto que le dieran lo elevado de su posición y los timbres de su nacimiento. Entreteníase en sus horas de ocio, y aun olvidándose muchas veces de las atribuciones de su empleo, en correr de festín en festín y de sarao en sarao llevando una existencia de galán aventurero que no dejaba de ser muy a menudo el escándalo de la capital, o el objeto de las murmuraciones de los cortesanos; y si algo se traslucía en el joven senescal que pudiese dar a comprender lo que había de ser en la madurez de sus años, eran sin duda sus delirios de poeta, y las ardientes y amorosas trovas que escribía a los objetos de su pasión, en cuyo arte era ciertamente tan hábil e inteligente como fecundo.
Afligíanse sus virtuosos padres, que de tan altas virtudes estaban adornados, al considerar el peligroso sesgo que habían tomado los pasos de Raimundo. Viéndole tan apartado de Dios, a quien hubieran querido ofrecerle ya que a sus súplicas les fuera otorgado, dirigiéronse al prudente monarca que en su servicio le tenía, para que atajase sus malos pasos, y le dirigiera la reprensión y los consejos que hacía tan necesarios su deplorable extravío. No rehusó el bondadoso rey hacer el bien que tan encarecidamente se le imploraba, y con la dulzura propia de su carácter puso delante los ojos de Raimundo la inconveniencia de sus actos y la ruina a que desatentado caminaba, mientras la enmienda en ello no se interpusiera; y aún le hizo comprender el designio de separarle de su servicio si no consentía en renunciar a sus devaneos y a sus locuras.
Mostróse afectado Raimundo a las exortaciones del rey, y abriéndole entonces su corazón, díjole lo inquieto y desalado que le traía el amor a cierta dama, de la que era esclavo su pensamiento y su albedrío, y que no hallaba medio de enmendarse como en sus tormentos y en la ceguedad de su pasión no fuese socorrido. El monarca, en quien el recuerdo de los buenos servicios del padre se vislumbraba al través del cariño con que procediera con el hijo, trató con aquel de poner término a la vida licenciosa del mancebo, colocándole en matrimonio con D.a Blanca Picañy (1), y a fé que ni el bueno del padre ni el tierno rey anduvieron en ello acertados, ni procedieron debidamente en achaque tal de amor, cuando por remedio aplicaron lo que no podía hacer sino exacerbarlo.
(1) Según algunos historiadores la esposa de Lulio fue D.a Catalina Labots, señora principal de esta ciudad: pero en el día está ya fuera de duda que estuvo casado con
D.a Blanca Picañy, según lo persuaden, entre otros, las dos siguientes escrituras coetáneas:
I
Blanca filia quondam F. Picañy et uxor R. Lul filii quondam R. Lul per nos et nostros facio R. Lul maritum meum absentem tamquam presentem procuratorem meum ut in suum sint propium ad vendendum, impignorandum et alienandum omnes possesiones quas supradictus R. Lul habet in Majoricæ et in suis terminis, et in Cattalunia et qui...... Debemus alique nostri dando sibi.......... prædictas ..... locum meum jura vocis, accionis, et servos omnes heriliter quam etiam personaliter sic quod possit prædictus R. Lul prædictas possesiones vendere, impignorare et alienare cuicumque voluerit et quamcumque venditionem inde feceret promitto habere ratum etc. et quod possit emere emptori sive emptoribus omnia bona nostra obligari etc. Et quidquid super prædictas per prædictum
R. Lul factum fuerit ratum et firmum habeo et non contravenire et juro et renuncio in auxilium et beneficium senatus consulti Velleyani et juri hipotec. etc.
Testes G. De Fonte, R. Cudines et G. De Monte Rufo.
II.
III. idus Martii anno MCCLXXV.
Certum est et manifestum quod Blanca uxor R. Lulli venit ante presentia nostri P. De Calidis Bajuli Majoricarum asserens et denuntians eidem Bajulo quod R. Lulli ejus maritus est in tantum factus contemplativus quod circa administrationem bonorum suorum temporalium non intendit et sic ejus bona pereunt et etiam devastantur quare suplicando petiit a nobis cum sua intersit pro se et filiis suis et dicti R. Lulli comunibus quo daremus curatorum bonis dicti R. Lulli qui ipsa bona regat gubernet tueatur et defendat et salva faciat. Unde nos P. De Calidis audita supplicatione prædicta tum mandamus P. Gaucerandi civem Majoricarum cognatum dictæ Blanche qui dictam curam gratis se obtulit recepturum esse utilem in curatorem et administratorem dictorum bonorum damus et asignamus ipsum P. in curatorem et administratorem bonorum omnium mobilium et inmobilium dicti R. Lulli dando eidem P. liberam et generalem potestatem regendi, gubernandi, petendi et defendendi dicta bona in curia et extra in judicio et extra ipsum utilia agendo et inutilia evitando seu præter mittendo ad salvamentum ipsorum bonorum. Ego igitur P. Gaucerandi recipiens dictam curam a vobis P. De Calidis de dictis bonis promitto ipsa bona pro posse meo regere, gubernare et defendere et in obl. etc. et juro et dono Bñs. Cuc. qui obl. etc.
Facta diligenti inquisitionis pro vita et moribus dicti R. Lulli cum nobis constet ipsu R. Lulli elegisse in tantum vitam contemplativam quod administrationem bonorum suorum non intendat habita pro hæc deliberatione.
Testes Bn. Rossilione, Berengarius de Catsilione et Michael Rotlandi.
Pronto conocieron en efecto la ineficacia de lo puesto en obra. Los deberes de esposo no bastaron para que Raimundo fijase los ojos en el camino de la enmienda: y la fé prometida en los altares a la virtuosa Blanca, no hizo sino más reprensible y escandaloso el amor torpe y desordenado *que en la otra dama había puesto. Continuaron las galas, las trovas y los devaneos; y ni las amonestaciones de sus padres ni los consejos del rey y de las personas principales de la corte, que deploraban en sujeto de tanta calidad tamaño desacuerdo, podían contener el incendio en que su corazón se abrasaba, y acabó por ser la burla del vulgo y hasta la de sus propios amigos.
Acercábase empero la hora en que el desengaño había de despertar el alma de Raimundo y en que había este de cumplir en la tierra la misión para que Dios le destinara. Aconteció, según cuentan los historiadores, que la idolatrada dama, de la que sólo pudo Lulio recoger desdenes, íbase un día a oír misa en la iglesia de santa Eulalia; y como en esto la columbrase el enamorado Raimundo, tanto fue lo que en tal momento lo cegó su frenesí, que llegó al extremo de entrar a caballo tras ella en el templo requiriéndola de amores, de donde fue echado con risa y escándalo de todos los circunstantes. Actos eran estos que revelaban el delirio que en la imaginación de Raimundo imperaba, y que hacían ya indispensable el correctivo. Encargóse esta vez la Providencia de dárselo, valiéndose de la misma persona por cuyo amor tanto el pervertido joven se desvivía; pues no pudiendo aquella dama consentir en ser objeto por más tiempo de tan loco frenesí y causa de tantos escándalos, llamó reservadamente a Raimundo, pintóle con negros colores su desatentada pasión y su impúdico deseo, y manifestándole cuánto engaña la humana hermosura, le descubrió su pecho que un asqueroso cáncer estaba devorando.
Terrible fue en verdad el espectáculo para no deshacer el hechizo. Retiróse Raimundo a su casa anonadado, como si un rayo le hubiese partido el corazón. El desengaño abrió a la luz su entendimiento, y le hizo patente su ceguedad: habló entonces alto la conciencia y comprendió la magnitud de su yerro. Consumíale el tedio y la melancolía, buscaba en su dolor la soledad y el retraimiento, como en sus lágrimas el consuelo, y en este estado acordóse de Dios que en tanto descuido hasta entonces había tenido.
Apareció en palacio tan desabrido y taciturno como antes fuera jovial y bullicioso: cesaron con los caballeros las agudezas y los chistes, y los obsequios y galanteos con las damas: evitaba cuidadosamente la conversación de los unos y más aún la presencia de las otras; y así como antes había sido objeto de las hablillas de la corte por sus amorosas y romancescas aventuras, lo era entonces de la atención pública por su gravedad y su tristeza. Cuenta también la historia que como en una noche estuviese escribiendo una trova de amor, una aparición divina le estorbó por tres veces proseguirla. Dice así mismo que el día de la conversión del apóstol S. Pablo se le apareció la figura del Crucificado, exclamando: "Raimundo! sígueme" y la tradición popular, que todo lo embellece y poetiza, añade que cada año en el aniversario de aquel día llenábase la casa de Lulio de suaves y celestiales aromas. Asegúrase también que otro día al retirarse a su casa, mientras transitaba por la puerta de la Almudaina, aparecióle la Reina de los cielos, y que por cinco veces tuvo análogas visiones, lo que confirma el mismo Raimundo en su poema titulado Desconsuelo diciendo: "Cuando fui de edad crecida sentí la vanidad del mundo, y empecé a hacer mal y a entrar en pecado, y olvidado de Dios verdadero, seguí los carnales apetitos; pero Jesucristo por su gran piedad quiso cinco veces presentárseme crucificado, a fin de que me acordase de él y procurase que él fuese conocido por todo el mundo, y la verdad infalible de la santísima Trinidad y de la gloriosa Encarnación fuese predicada y enseñada; y así yo fui inspirado y tuve tan grande amor a Dios, que jamás amé otra cosa sino que él fuese honrado, y entonces empecé a servirle de buena voluntad.” (1)
(1) El texto original de esta estrofa, que es la segunda del poema, dice así:
Quant fuy grans é sentí: del mon sa vanitat,
Comencey á far mal: é entrey en peccat;
Oblidam lo ver Deus: seguent carnalitat:
Mas plach á Jesuchrist: per sa gran pietat
Ques presentech a mí: sinch vets crucificat,
Per ço que'l remembres: en fos enamorat,
E que en procures: com ell fos ben preycat
Per tot lo mon é que: fos dicta veritat
De sa gran trinitat: é com fo encarnat,
Perque’n suy inspirat: en tan gran voluntat
Que res als no amé: mas que ell fos honrat,
E la donchs comence: com lo servís de grat.
Aun cuando el desengaño que de su loco devaneo recibió Raimundo no fuese causa inmediata de las austeras penitencias que después se impuso, aquietó la violencia de sus pasiones, e hizo su corazón accesible al remordimiento; lo cual conduciéndole por la senda del bien, operó en su espíritu aquella regeneración portentosa que de un loco hizo una de las inteligencias más privilegiadas del orbe, de un disoluto uno de los más ardientes defensores de la fé católica y uno de los hombres más inflamados por la caridad cristiana, de un galán aventurero el atrevido e imperturbable apóstol que con la palabra del Evangelio en sus labios alcanzó la palma del martirio.
Detenido ya Raimundo en su fogosa y desatentada carrera por el saludable freno de la conciencia misma, empezó a considerar profundamente el mal ejemplo que había dado con su depravada conducta y a pensar en la reparación de las ofensas que a Dios hiciera, y del daño que a la sociedad inferido había con sus escándalos. Pesando enormemente sobre su alma los pasados desvíos, confesólos a Dios lleno de contrición y amargura, no sin que procurase exhalar en llanto la pena que le infundía el remordimiento. Empezaron entonces a bullir en su imaginación los más caritativos y santos propósitos, formábanse en su interior las resoluciones más elevadas y heroicas, inflamábase su pecho en el amor de Dios y de los hombres, y comprendiendo la desgracia de los que nacen en la ignorancia de la ley evangélica por la ceguedad en que hasta entonces había vivido, encendióse en su alma aquel ferviente deseo de convertir a los infieles, objeto incesante de la enérgica actividad que demostró durante los años de su dilatada existencia, y que hasta le hizo concebir la idea de sacrificar su vida, su fortuna y su bienestar por la propagación de la fé católica.
Avivado en el corazón de Raimundo el ardor cristiano, contemplaba afligido el inmenso predominio que ejercían en el orbe los sectarios del Alcoran, que algunos siglos antes habían ya intentado hacerse señores de la Europa al medir sus armas con las de Carlos Martel. Los españoles tenían que disputar palmo a palmo a los árabes el hogar de sus abuelos; sobre las ciudades del África ondeaba orgulloso el pabellón agareno, y hacia solo algunos lustros que las vencedoras huestes de Saladino habían ocupado la ciudad santa. El espíritu religioso y bélico que determinó a la Europa a levantar numerosos ejércitos de combatientes para apoderarse de Jerusalén, iba por desgracia desfalleciendo, y si bien se conservaba vivo el entusiasmo de las cruzadas en algunos corazones magnánimos, los obstáculos que las nuevas empresas encontraban, empezaron a mantener irresolutos a los pontífices, apáticos a los monarcas, e indiferentes a los caballeros.
Raimundo Lulio empero lleno entonces de santa indignación contra los enemigos de la fé católica, ora se denominasen sarracenos, judíos o tártaros, ora aparecieran bajo la bandera de la heregía (herejía) o del cisma, imaginaba en las horas de su soledad los medios más eficaces de combatirlos. Comprendió que no era bastante hacerles la guerra en el campo de batalla, siro que era necesario hacérsela también tenaz y cruda en el de la razón y con las armas invencibles del saber y de la elocuencia, y convirtiendo en un deber sagrado este santo y sublime pensamiento formóse en su ánimo aquella incontrastable resolución que fue el norte de todos sus estudios y de todos sus hechos y peregrinaciones; y al meditar sobre la realización de tan elevada idea no pedía otra cosa al Supremo Ser sino gracia, esfuerzo e inteligencia para difundir con la palabra la luz del Evangelio, y medios para inclinar el ánimo de los príncipes de la cristiandad a fin de que constituyesen seminarios en donde, enseñándose las lenguas orientales, se formasen planteles de sabios apóstoles que pudiesen un día emprender una cruzada bajo nueva forma, y facilitasen la conversión del mundo.
Grande y fecunda era ciertamente la idea de nuestro esclarecido Lulio, mas él no había contado durante el ardor de su imaginación con los obstáculos que el egoísmo y la frialdad de los poderosos opusieran a la realización de tan elevadas miras, ni en que más tarde lloraría amargamente las burlas y los desprecios con que habían de recibirse muchas veces las manifestaciones de sus pensamientos y de sus planes. Por de pronto tropezó con las dificultades que delante le pusieron los deberes de su estado y de su posición. Las importantes atribuciones inherentes al cargo elevado de senescal de palacio, que todavía desempeñaba en aquella época, y los grandes cuidados de padre y esposo, no dejaban de ser una rémora para sus gigantescos proyectos, y quizás el último vislumbre de apego a la fortuna que le sonreía y a su familia virtuosa que reclamaba sus desvelos, le hacía andar remiso en la ejecución de cuanto imaginara.
Mas llegado era ya el instante supremo en que Lulio debía empezar a cumplir los designios de Dios. Un elocuente panegírico de San Francisco de Asís pronunciado por el prelado de Mallorca en la iglesia de aquel santo, y en el cual se pintaba con patéticos rasgos la firme vocación del siervo de Dios y su profundo desvío por las cosas terrenales, penetró hasta la más recóndita fibra del corazón de nuestro autor. Consideró la palabra del orador como un enérgico reproche a su indecisión y cobardía, y aquellos ejemplos de heroica firmeza y abnegación cristiana, expresados con insinuantes palabras, acabaron de encender en el ánimo de Raimundo el más ardiente deseo de imitarlos.
Nada más fue necesario para resolverle, y no hubo obstáculo que le detuviera en el camino que se había propuesto seguir. Apresúrase con la mayor asiduidad a arreglar sus asuntos domésticos, vende sus pingües haciendas reservándose únicamente aquella parte indispensable para el alimento de sus hijos y de su esposa, (1) reparte entre los pobres su producto, se despoja de las galas del siglo para vestir un traje tosco y humilde, entrégase al ejercicio de ásperas penitencias, y empuñando el bordón de peregrino, se despide de su familia y de sus deudos, y abandona su patria con ánimo firme de no retornar ya nunca a las nativas playas.
(1) Está averiguado que Raimundo Lulio tuvo un hijo llamado Domingo y una hija llamada Magdalena que casó con un noble del apellido de los Senmanat; pues aunque en algunos de sus tratados se refiere Lulio a sus hijos en general, sin individualizarlos ni distinguirlos, en su testamento que ordenó en Mallorca a 6 de las kalendas de mayo de 1313 hace mención particular de ambos.
Teniendo siempre fijos en su memoria durante su peregrinación los trabajos que en la suya había padecido el Redentor del género humano, se imponía toda clase de mortificaciones y sufrimientos. Descalzo, pobre, con el nombre de Dios siempre en los labios, emprendió su camino: atravesó montes y llanuras, padeció hambre y sed, frío y calor; demandaba hospitalidad de monasterio en monasterio; esquivaba los palacios de los monarcas, los castillos de los barones, y todos los lugares en donde el fausto tenía su asiento; visitaba únicamente los templos y los hospicios, buscando la amistad y compañía de los pacientes y los afligidos; no hablaba más que de Dios, vivía sólo por Dios y no le abandonaba un momento siquiera aquel sublime y santo propósito de emprender con ahínco la predicación de la palabra divina entre los infieles. Después de haber subido al santuario de Monserrate, de haberse prosternado ante el sepulcro de Santiago en Compostela y ante el de los santos apóstoles en Roma, regresó a Cataluña, desde donde, luego de haber visitado a sus deudos, pensaba dirigirse a París con el objeto de emprender en aquella célebre universidad el estudio de la gramática, de la filosofía y de la teología, lo cual le era tan necesario para llevar adelante la tarea que se había impuesto.
Gozaba a la sazón en Barcelona gran fama como sabio y gran veneración como virtuoso, el célebre compilador de las decretales de Gregorio IX, S. Raimundo de Peñafort, a quien quiso Lulio no sólo confesar sus pasadas culpas, sino también explicar los propósitos y las ideas que en su interior fermentaban. No es de creer que la sabiduría de tan venerable religioso no columbrase en Raimundo Lulio los gérmenes de aquella inteligencia vasta, fecunda y milagrosa que había de admirar a las generaciones venideras; mas considerando que en Palma fuera dado a nuestro Lulio aprender la gramática y los rudimentos de las ciencias que anhelaba penetrar, le aconsejó regresara a Mallorca en donde al mismo tiempo que podría abrir su espíritu a la luz del saber, podría también edificar con el ejemplo de sus penitencias a los que había escandalizado con el de sus desvaríos y sus locuras.
Dócil y sumiso Raimundo a los consejos de aquel santo varón se embarcó para Palma, y puso otra vez los pies en las costas mallorquinas de las que se despidiera ya para siempre. Huyendo empero del trato del mundo y vistiendo un sayal penitente buscó la soledad para dedicarse a los ejercicios piadosos, a la ciencia y a la contemplación. Emprendió el estudio de la gramática y de la filosofía, y aprovechando la ocasión de tener a sus órdenes un esclavo sarraceno, se ocupó también en el de la lengua árabe, no sin correr eminente riesgo de ser asesinado por el mismo esclavo a quien un día castigara por haber blasfemado del nombre de Dios.
Llevando en Mallorca una vida retirada, engolfábase en profundísimas meditaciones, y reiteraba sus fervientes plegarias al Todo-poderoso a fin de que le inspirase un libro que
le sirviera de pauta para combatir los errores de los enemigos del nombre cristiano. Pareciéndole poco el aislamiento en que vivía en la ciudad, encerrábase largas temporadas, ya en el monasterio cisterciense llamado del Real, ya en una heredad de su pertenencia situada en la inmediación del monte de Randa, en cuya cumbre subía no pocas veces a meditar sobre las grandezas de Dios. Haciendo del mundo su gran libro leía en él de continuo; y absorto ante las maravillas de la naturaleza y las obras del arte humano, elevábase su alma en las regiones de la más alta contemplación; mas luego su espíritu decaía, y lloraba y desconsolábase desesperanzado en medio del abatimiento que no podía menos de infundirle la impotencia que en sí mismo reconocía para concebir el gran pensamiento que anhelara le fuese inspirado. Redoblábanse a esto sus mortificaciones y sus penitencias, atizaba con la oración el fuego de su ardor místico, y permanecía largas horas contemplando el cielo, abismado en la aspiración más íntima. Sea que aquella privilegiada inteligencia, fortalecida por el estudio más asiduo y continuo y por aquella vida puramente espiritual y contemplativa, hubiese alcanzado ya el momento de producir sus óptimos (ópimos) frutos, sea que recibiese directamente de Dios la luz y la inspiración que tanto deseaba, es lo cierto que sintiéndose momentáneamente Raimundo con una fuerza creadora, superior y gigantesca, y como iluminada su imaginación por una claridad hasta entonces desconocida, concibió la primera forma de aquel Arte que había de colocar su nombre en uno de los más levantados puestos del templo de la inmortalidad; admirable máquina del pensamiento y del raciocinio en donde están distribuidas las palabras y las ideas bajo una forma sintética y que tiene ciertos visos de cabalística por las figuras a que se sujeta aquella clasificación; cuadro sinóptico general y vasto en donde se combinan con el mayor artificio todas las palabras de la metafísica, y se ordenan por medio de figuras geométricas los sustantivos absolutos y los relativos, los sujetos universales y las accidentalidades, las virtudes y los vicios formando grupos ingeniosos y dispuestos de modo que, siendo fácil hallar la idea, se derive también fácilmente la consecuencia por la inflexibilidad rigurosa de la lógica; método profundamente meditado para resolver todas las cuestiones imaginables y de aplicación para todas las ciencias; resumen bien dispuesto de principios generales e inconcusos que habían de servir de norte a su autor en sus ulteriores estudios y meditaciones, у sobre los cuales debía calcar sus obras sucesivas en todos los ramos del saber humano, y apoyarse para la refutación de todos los errores.
Bajando del monte de Randa con aquella inspiración se dirigió al monasterio del Real donde escribió el primer pensamiento de su Arte, que después adicionó, comentó y llamó Arte y ciencia universal; y creciendo más de cada día su diligencia y laboriosidad, compuso en aquella época una porción de tratados, entre los que se hace notar el libro de Contemplación, que puede considerarse también como el de sus confesiones, y que puso en lengua vulgar o lemosina y en árabe, y dividió en tantos capítulos cuantos son los días del año para que pudiera servir mejor de pasto cotidiano a la meditación. Siguiendo el método trazado en su Arte, escribió en aquella misma época los libros sobre los principios de teología, sobre los de filosofía, los de derecho y los de medicina, el llamado liber gentilis et trium sapientum que puso igualmente en árabe, el de Demostraciones, el de Sancto Spíritu y otros.
La historia apoyada en las relaciones tradicionales, maravillosas siempre de suyo, cuenta de esta época de la vida de Raimundo grandes prodigios, a los que han dado cierto carácter de autenticidad y certeza diferentes pasajes de las obras del célebre doctor. Dícese que una milagrosa aparición de Jesucristo en forma de serafín encendido, precedió a la inspiración del pensamiento de su Arte, cuyo libro, se añade, fue escrito por mandato de Dios. Cuéntase también que después de haber meditado largas horas en la falda del monte sobre la confección de aquella obra, advirtió que habían quedado escritas las hojas de un lentisco, junto al cual estuviera sentado, con caracteres griegos, hebráicos, caldeos, latinos y arábigos; y que habiéndose reiterado la visión, díjole Jesucristo, que su Arte había de aprovechar a tantas naciones cuantos eran los caracteres impresos en aquellas hojas: y por último que doliéndose otro día de lo poco que comprendían el valor de su obra por la originalidad que ofrecía, aparecióle un mancebo en forma de pastor, el que viéndole en tanto desconsuelo, tomóle el libro de la mano, y después de haberlo besado y bendecido, díjole como por medio de aquel Arte habían de ser destruidos los muchos errores que en tanto daño de la Iglesia echaban en el mundo hondísimas raíces.
No es extraño que creyese Raimundo bajado del cielo el rayo que iluminó su inteligencia, al concebir con tanta espontaneidad el primer pensamiento de aquel libro que fue siempre para él la clave de todos sus raciocinios, de todas sus deducciones y de todos sus argumentos: ni lo es tampoco que lo que admiró a las supremas inteligencias de su siglo, lo que sancionaron a la faz del mundo entero los doctores de la tan célebre universidad de París, fuese causa de la admiración de su mismo autor, al considerar que había pasado la mitad de su vida ajeno a las ciencias, a las artes y al estudio, entregado a los placeres del mundo, a la licencia, al ocio y a todas las seducciones de una corte; y que a la postre atribuyese a un destello de la divina luz lo que pudo ser tan sólo hijo de un talento
privilegiado que se abrió a las profundidades insondables de la ciencia al recibir el alimento necesario a su fuerza intelectual y creadora.
Incontrovertible aparece por tanto la buena fé con que Lulio nos habla de su libro considerándole como un don que recibiera del Espíritu Santo. Está fuera del círculo de la posibilidad que un hombre de tan elevada inteligencia, de tan eminentes virtudes y de aquella sinceridad angelical nunca desmentida que le hace relatar a cada paso la historia de todas sus flaquezas, intentase engañar al mundo con una impostura. Consideramos las expresiones de nuestro Lulio, a quien con propiedad se le llama el doctor iluminado, como emanaciones de la más íntima convicción del alma; y no nos cabe duda de que en lo más recóndito de su corazón así lo sentía, al manifestar en sus numerosos libros que el pensamiento fecundo de su Arte le había sido revelado por Dios, o cuando en el citado poema El Desconsuelo se expresaba en estos términos: "Y aun os digo que traigo un Arte general que me fué dada por el Espíritu Santo, por la cual puede el hombre saber todas las cosas naturales segun lo que el entendimiento alcanza por los sentidos.” Y más adelante: “¡Oh Señor glorioso! ¿hay en el mundo martirio como el que sufro, cuando no os puedo servir ni tengo quien me ayude?¿cómo puede quedar esta Arte, que me disteis, de la cual puede seguirse tanto bien?" (1)
(1) Hé aquí el testo original de ambos pasajes:
Encareus dich que port: una ART GENERAL
Qui novament m'es dada: per do spirital,
Perque hom pot saber: tota res natural
Segons qu'entendiment: ateyn lo sensual........
¡Senyor Deus glorios! ¿ha al mon tal martír
Com aquest que sostench: com tu no puyx servir
E no ay qui m'ajut? ¿com puscha romanir
Esta ART que m'has dada: dont tant be's pot seguir?
Mas sea de esto lo que fuere la fama de Raimundo y la novedad de su doctrina se extendieron rápidamente, no sólo en toda la isla, sino también en los vecinos reinos; y así como el ejemplo de sus virtudes y de su saber llenaba de sorpresa a los que habían presenciado su vida anterior, no pudo menos de llamar la atención del bondadoso rey a quien Lulio había servido. Residía a la sazón Jaime II en la ciudad de Montpeller, y no bien tuvo noticia de las obras que su antiguo senescal llevaba escritas, cuando afanoso por ver los partos de la pluma del bullicioso joven que tan desafecto a las letras al principio se había mostrado, hízole pasar a su corte, y llamóle a su presencia. Admirado quedó el monarca del alto entendimiento y vastísima ciencia de Raimundo, y mucho más quedólo de su humildad y edificante conducta al hacerle objeto de su aprecio y de su distinción. Sujetada la doctrina de Lulio al detenido examen de un sabio profesor de teología en aquella ciudad, llamado Bertran de Berengario, fue merecedora de los más altos encomios del revisor, y el nombre de Raimundo empezó a extenderse glorioso por todos los ámbitos de aquel territorio.
Aprovechando Lulio la disposición favorable del rey y las largas conferencias que con él tenía, esplicóle el vasto plan que había concebido de reducir todos los infieles a la creencia católica, hostilizándolos ya con la fuerza de las armas ya con el poder de las razones. Movido el piadoso celo de Jaime con las ardientes palabras de Raimundo, le prometió favorecer sus empresas en lo que de su parte estuviese; y por de pronto convino en fundar en Mallorca un colegio compuesto de trece religiosos menores, en donde enseñándose las lenguas orientales y las ciencias necesarias para la predicación del dogma católico, se formasen aguerridos campeones aptos para emprender aquella nueva cruzada.
La fuerza de los acontecimientos determinó al príncipe en aquella sazón a embarcarse para Mallorca, en cuyo viaje le siguió Raimundo, y recordándole este su promesa al llegar a la isla, llevóse felizmente a cabo el proyecto. (1) Escogióse para el establecimiento del seminario el poético y pintoresco sitio de Miramar, (2) y obtenida en breve la aprobación del pontífice Juan XXI, (3) pasaron a vivir en el nuevo colegio dedicado a Santísima Trinidad (4) trece religiosos menores, a quienes Raimundo daba lecciones de idioma arábigo (5), y enseñaba a esgrimir las armas de una severa e inflexible dialéctica, mediante su maravilloso Arte.
Permaneciendo Lulio algunos años en la paz y sosiego del retiro de Miramar, se entregaba su espíritu, en las horas que no invertía en la enseñanza, a todas las dulzuras de la contemplación y del estudio. Aunque en la apariencia gozase de una vida descansada, esplayábase su imaginación en las meditaciones más profundas y sin dejar la pluma de la mano aumentaba el número de sus obras con extraordinaria rapidez.
(1) Consta en varios documentos auténticos y coetáneos que en el año 1275 de cuya época se trata hallábase el rey D. Jaime II en Mallorca. Este monarca dotó el nuevo monasterio con 500 florines de renta anual para que en él pudiesen sostenerse trece religiosos con el hábito de la orden de menores.
(2) Llámase sin duda así por la deliciosa vista de mar de que se goza desde aquel punto, que conservando todavía su poético nombre, ha pasado posteriormente a ser de dominio particular.
(3) Véase la bula pontificia confirmatoria de la erección del monasterio de que se trata, expedida en Viterbo en XVI de las kalendas de diciembre del año primero del pontificado de aquel papa, que va inserta en la historia general del reino de Mallorca del cronista Mut, lib. 3 cap. 3.
(4) No hace muchos años que se conservaba aún la reducida iglesia gótica de la SANTÍSIMA TRINIDAD de Miramar, en la que había algunos retablos coetáneos que no dejaban de ser artísticamente notables. El espíritu desgraciadamente destructor de nuestra época ha hecho desaparecer aquel monumento lleno de venerable antigüedad y de poéticos recuerdos.
(5) Parece que obtenido el consentimiento de su esposa, tomó Raimundo Lulio el hábito de la orden de menores.
De este período de su vida son los libros que escribió en árabe titulados Alchindi y Teliph, en los cuales al par que demuestra vigorosamente las verdades de la revelación divina y de nuestro dogma, pone en evidencia la falsedad de la secta mahometana; los discursos sobre las Virtudes y los vicios; aquel precioso tratado de la más ejemplar y elevada política que tituló Libro de la doctrina del príncipe para el régimen de su persona, de su palacio y de su reino, profundamente estudiado más tarde por el desventurado monarca Don Jaime III de Mallorca al escribir sus célebres Leyes palatinas que tanta envidia literaria despertaron en el ánimo de su antagonista Don Pedro IV de Aragón; aquel bellísimo aunque reducido libro de Oraciones y contemplaciones que escribió en lemosin, y el que promete en su final y que le siguió inmediatamente, llamado de la Actualidad de las divinas dignidades. A estos añadió los libros sobre los Ángeles, sobre el Cáos, el llamado de Definiciones y cuestiones, el de Peticiones, principios y soluciones, y los tan justamente celebrados sobre el Orden clerical y el Orden de la caballería, fijando en el último con la mayor madurez y acierto las obligaciones de los caballeros para con Dios, y para con el rey y el pueblo. Escribió también el de Doctrina pueril que tenía por objeto la primera educación religiosa, moral y política de su hijo, que se hallaba entonces a los trece o catorce años de su edad; catecismo quizás el primero que con tan laudable fin se haya escrito en el mundo. Y finalmente acordándose en esta misma época de que había sido poeta, y deseando dedicar su estro a asuntos más graves que aquellos a que le tuviera consagrado en su loca juventud, escribió un poema didáctico sobre la Lógica, que desgraciadamente se ha perdido, y el Llanto y las Horas de la Vírgen María de que nos ocuparemos más adelante.
Una vida intelectual empero tan laboriosa y asidua como llevaba Raimundo en el nuevo monasterio de Miramar, no era suficiente para distraerle de los ejercicios piadosos y ascéticos que se complacía en ofrecer a Dios y de los cuales nos da relación exacta en su libro titulado Blanquerna. Describiéndose a sí mismo en la persona de aquel cenobita, y detallando su propia vida espiritual y devota en la de su figurado personaje que hace sacerdote, dice: “Estando Blanquerna en su ermita, levantábase a media noche, y abriendo las ventanas de su celda, poníase a contemplar el cielo y las estrellas. Empezaba luego a orar con toda la devoción que podía, a fin de que su alma estuviese únicamente en Dios, y sus ojos en lágrimas y llanto. Después de haber contemplado y vertido lloro copiosamente, entraba en la iglesia y tocaba a maitínes, y acudiendo luego su diácono, ayudábale a rezarlas; y al despuntar la aurora celebraba misa devotamente, y hablaba de Dios a su diácono para que de Dios se enamorase. Hablando ambos así de Dios y de sus obras, lloraban juntos por la mucha devoción que les hacían experimentar aquellos razonamientos. Luego el diácono se iba al jardín y se entretenía en cultivar los árboles que en él había; y saliendo Blanquerna de la iglesia para recrear su espíritu, fatigado por el trabajo que había sostenido, tendía sus ojos por los montes y las llanuras: luego de sentirse solazado se ponía a orar y a meditar, a leer las santas escrituras o el gran libro de Contemplación, y así permanecía hasta que llegaba el momento de rezar las horas de tercia, sesta (sexta) y nona. Concluido el rezo aderezaba el diácono algunas yerbas y legumbres, y al entretanto dirigíase Blanquerna al jardín, en donde entretenía aquellos breves momentos de ocio cultivando algunas plantas, con cuyo ejercicio confortaba su salud. Después comía, e inmediatamente entraba solo en el templo para manifestar a Dios su gratitud; salía luego al jardín, iba a la fuente (1) o paseábase por aquellos sitios que más le agradaban, entregándose más tarde al sueño con el fin de cobrar fuerzas para sostener las fatigas de la noche.
(1) Hay en los alrededores de Miramar una fuente que lleva todavía el nombre de Raimundo; y es tradición que los animales la respetan hasta el punto de no atreverse apenas a beber de sus aguas.
Al despertar lavábase el rostro y las manos, rezaba vísperas con el diácono, y luego quedaba solo pensando en lo que más le complacía y que más le dispusiese para entrar en oración. Traspuesto el sol subía al terrado y allí quedaba en larga meditación, con el ánima devota y fijos los ojos en el cielo y en los astros, discurriendo sobre la grandeza de Dios y los desvíos de los hombres. En este estado permanecía Blanquerna hasta la hora del primer sueño, y tanto era el fervor de su contemplación, que aún en su lecho le parecía estar en mística inteligencia con el Todo-poderoso. Deslizábase así feliz la vida de Blanquerna, hasta que las gentes de toda la comarca dieron en visitar devotamente y con frecuencia el altar de la Santísima Trinidad de aquella iglesia, lo cual interrumpía y estorbaba la contemplación de Blanquerna, quien no queriendo prohibir que allí fuesen para que no se enfriase la devoción, trasladó su celda a la altura de un cercano monte.” (1): Véase en la edición gótica del libro “Blanquerna” en lemosin, impreso en Valencia en 1521, el capítulo 105 que empieza: "Blanquerna se llevava en lo ermitatge á mitge nit: é obria las finestras de la cella: per tal que ves lo cel é les estelas etc.
Tal era la existencia tranquila de Raimundo en su pintoresco y apartado retiro, que más de una vez echó de menos ante los amargos desengaños que su ardiente celo religioso recibiera en varias ocasiones de las grandes potestades de la tierra. Mas en medio de esta calma su laboriosidad no tenía límites; sus proyectos heroicos no por eso se enfriaban, ni ponía en olvido los medios que discurriera para darles cima. Dedicado a la meditación y a las prácticas ascéticas, escribiendo siempre y enseñando, pasó en el apartamiento de Miramar algunos años, aunque cortos, los más felices sin duda de su dilatada carrera; pero Raimundo desatendía completamente cuanto estaba ligado con su propia individualidad, y tenía ya desde tiempo resuelto hacer el sacrificio de su vida en aras del amor de Dios y del bien de los hombres.
Desahogada su mente con la confección de tantos libros, у viendo los adelantos que sus discípulos habían hecho en el idioma arábigo y en las ciencias que les enseñara, le pareció haber llegado ya la hora de tratar de sus intentos con el jefe de la cristiandad. Tomando por compañeros a algunos de los religiosos de Miramar, sale de Mallorca, dirígese a Roma, у puesto a los pies de Nicolás III, trázale con elocuentes rasgos los grandiosos planes que, en beneficio de la fé católica mundo todo, su ardiente caridad le inspirara. Acójelo favorablemente el pontífice, que vislumbra en su frente la centella del genio; y si bien se oponen algunos inconvenientes a sus empresas, logra por de pronto ver confirmada la erección del colegio de Miramar, resuelta la misión de cinco religiosos menores a la Tartaria y encargada especialmente a la orden de Santo Domingo la conversión de los judíos; después de haber presenciado el despacho de legaciones particulares a los monarcas de Francia y Castilla para dirimir sus discordias, altamente perjudiciales a la causa de la propagación del cristianismo, y obtenido el beneplácito del Padre Santo para ir a predicar entre los infieles las verdades de nuestro dogma.
Mas, si bien por una parte no quedaba Raimundo satisfecho aún con las determinaciones de Nicolás III, por otra había tocado de cerca cuanto por saber y observar le quedaba para exponer su vasto pensamiento a la corte romana con la abundancia de datos que el asunto requería (requiria). Comprendió con toda la penetración de su talento, que si se intentaba llevar el estandarte de Cristo e introducir la doctrina católica entre los infieles, era absolutamente necesario calcular prácticamente sobre los terrenos las operaciones estratégicas que conviniesen para agregar al dominio de la cruz los países que debían conquistarse con la fuerza de las armas; y hacerse cargo de la organización política, de la religión, leyes, doctrinas y costumbres de aquellos estados que habían de ser reducidos a la creencia católica por la fuerza de la razón. Para poder ordenar mejor el plan de estas dos distintas cruzadas, que fueron siempre el objeto predilecto de sus meditaciones, resolvió Lulio hacer un largo viaje por todas las regiones de los infieles, surcando mares, atravesando desiertos, venciendo los mayores obstáculos, y exponiéndose a toda clase de peligros.
Fijando los ojos sobre lo que con respecto al particular escribió posteriormente Raimundo en varias de sus obras, y en lo que en las relaciones de sus hechos queda consignado, se viene en conocimiento del itinerario de su penosa peregrinación. Después de haberse avistado con el emperador Rodolfo y recorrido toda la Germania; haciendo frente a las persecuciones de los bárbaros, sin más compañía que la pobreza y la desnudez, sin más armas que su talento y su elocuencia, sin más móvil que su caridad y cristiano celo, puso los pies en oriente; atraviesa la Palestina, detiénese en Jerusalén y prosigue su marcha hasta la India. Entra después en las tierras de Egipto, penetra en la Etiopía, y dirigiéndose por África a Marruecos y Berbería, salta a las islas británicas y desde ellas se embarca para el continente español; visita en la península la árabe Granada y otras ciudades, y llega a Perpiñan, en donde tiene ocasión de ver otra vez a su querido monarca Don Jaime II.
Ánimo esforzado y heroica fé y perseverancia se necesitaba en verdad para acometer en aquella época semejante (peregri-cion) peregrinación, durante la cual habían de sucederle tan multiplicadas aventuras, y de hacinarse sobre su cabeza tantas amenazas. Mas el valor de Lulio no tenía segundo, ni reparaba en obstáculos cuando sus resoluciones tenían por objeto la dilatación del imperio cristiano. Considerando como un deber sagrado ofrecer en holocausto su vida siempre que se tratase de la conquista de una sola alma, no perdía ocasión para anunciar a los infieles las verdades de la fé católica, aunque esto le hubiese de atraer las persecuciones y la muerte.
Encontraba por todas partes trabajos que sufrir y amarguras que llorar, mas al paso que cumplía con el objeto que en sus viajes se propusiera, y que se dedicaba a la más profunda observación de aquellos países, combatía los errores de las sectas y las preocupaciones bárbaras de los pueblos; y cuando sus controversias no tomaban un carácter de pacífica polémica, como la célebre argumentación, que sostuvo en Bona con cincuenta filósofos árabes, irritábase el fanatismo religioso de los adoradores de Mahoma, encendíanse las populares iras, y con mucha dificultad lograba Raimundo sustraerse de una muerte atroz y prematura.
Estos largos viajes dejaron en el corazón de Lulio una huella profunda; y más de una vez se vislumbraron en las concepciones de su espíritu las reminiscencias que aquella época azarosa de su vida le había dejado; recuerdos dulces siempre у bañados en la más tierna suavidad y poética melancolía. No son para leídos efectivamente, sin acordarse de los muchos sufrimientos del peregrino, aquellos hermosos versículos de uno de sus más admirables opúsculos. - "Veíase preso el amigo, dice, veíase atado, herido, maltratado y amenazado de muerte por amor a su amado; y preguntábanle sus verdugos ¿dónde está tu amado? Y respondíales: vedle aquí en la multiplicación de mis amores y en la paciencia que me da en mis tormentos." - "Iba el amigo pidiendo limosna de puerta en puerta para acordarse del amor que a sus siervos tenía el amado, y como no se la diesen, preguntáronle si le sabía mal. Y respondió, que no; porque la humildad, la pobreza y la paciencia complacían a su amado." - "Hallábase el amigo en tierras extrañas; olvidóse de su amado у sintió la ausencia de su esposa, de sus hijos y de sus amigos. Mas acordóse otra vez de su amado para consolarse y para que el mal de ausencia que sufría no le atormentase por el deseo y por el amor.", (1)
(1) = "Veya's lo amich pendre y lligar, ferir y matar per amor del seu amat. E demanavenli aquells qui'l turmentaven ¿on es lo teu amat? Respos lo amich: velvos ací en la multiplicació de mes amors y en lo sofriment qu'em fa aver de mos turments. - Anava l'amich a demanar almoyna per las portes, per tal que fes recordar l'amor del seu amat als seus servidors, e com un dia no li donassen res, demanarenli si li sabia greu. Respos que no, per so que humilitat, pobrea, pasciencia, son coses agradables a son amat. - Era l'amich en terra estranya y oblidantse de son amat, e hagué anyor e desitg de sa casa e de sa muller, de sos fills e de sos amichs. Mas torná a recordarse de son amat perque se aconsolas e que la stranyedat sua no’l aturmentas per desitg e per amor." = Libro del “Amigo y del amado" vers. 52, 282 y 365.
Además de tan bellos pasajes y otros que pudiéramos citar, ¿quién lee sin enternecerse aquellos versos de su Desconsuelo que dicen: "¡Oh ermitaño! No es mucho sufrir resignado la pérdida de hijos, salud y fortuna cuando lo quiere Dios. Mas ¿quién podrá nunca consolarse al ver el olvido y el menosprecio en que Dios se tiene, al oír blasfemado su nombre, e ignorado su ser, cuando esto tanto le agravia? Y aún no sabéis vos lo mucho que por su amor fui escarnecido, golpeado, maldecido, tirado por las barbas y puesto en peligro de muerte; a todo lo cual por su virtud me he resignado. No hay hombre empero en el mundo que pueda consolarme cuando veo lo росо que a Dios se honra sobre la tierra." (1)
(1) El texto original dice así:
N'ermita! no es molt: si hom es consolat
En perdre sos infants: diners o heretat
E en star malalt: pus que a Deus ve de grat.
Mays ¿qui’s consolará: que Deus sia oblidat,
Meynspreat, blastomat: e tan fort ignorat,
E com de tot ço sia: Deus fortment despagat?
Enquer que no sabets: com eu suy meynspreat
Per Deu, ferit, maldit: e greument blastomat
E en perill de mort: e per barba tirat
E per virtut de Deus: pacient suy estat.
Mays que Deus sia'l mon: tant pauch grayt honrat
No es hom en lo mon: qui m'en fes conortat.
Finalizada tan penosa correría, no se mostró Raimundo fatigado; antes bien redoblábase extraordinariamente su actividad y celo. Detúvose tan solo en Perpiñan el tiempo necesario para tener algunas conferencias con el rey Don Jaime su antiguo señor, y para consignar las observaciones de sus viajes y el fruto que de ellas había recogido, en el libro que escribió en aquella población sobre la Conquista del santo Sepulcro; siendo también de la misma época los doscientos versos que escribió a requisición del monarca, para solventar las cuestiones teológicas que este le propuso sobre el pecado de Adán. Desde Perpiñan dirigióse en seguida a Montpeller en donde dio nuevas pruebas de su talento universal y de su maravillosa fecundidad. Al mismo tiempo que enseñaba públicamente y con aplauso su Arte, daba rienda a su espíritu en la composición del celebrado libro que llamó Blanquerna, en el cual se incluyen como partes accesorias del mismo los interesantes opúsculos Arte de elegir, el libro del Ave María, el Arte de contemplar, y el ya citado y preciosísimo de los diálogos o cánticos del Amigo y del amado. Es el Blanquerna en su conjunto un vasto poema que escribió Lulio en prosa lemosina, en el que haciendo recorrer a su héroe los estados de la vida civil, eclesiástica y eremítica, y todos los grados de la jerarquía sacerdotal hasta la dignidad pontificia, explana con admirable aplomo y solidez los deberes del hombre constituido en cada uno de aquellos estados, y las virtudes que han de adornarle. Da reglas para la educación religiosa, civil y literaria de la juventud, desenvolviendo en su obra un plan fundamental de estudios, los más bellos ejemplos de todas las virtudes en contraposición a los vicios más capitales, la perfecta ordenación y régimen de los sentidos y de las espirituales potencias, las prácticas más sublimes para orar, las más útiles reflexiones sobre la observancia de los preceptos del decálogo y sobre el medio de libertarse de la tentación, las ideas más sanas sobre la penitencia, la perseverancia, la obediencia y el consejo, y sobre la mansedumbre, la pobreza, el llanto, la aflicción, la misericordia, la pureza, la paz y la persecución; las más provechosas amonestaciones a los prelados sobre la limosna y a los reyes para que hiciesen la guerra contra los infieles, y procurasen su conversión, a lo cual se añade el arte de elevar a Dios el espíritu, todo para conducir al hombre sea cual fuere su posición social al más alto grado de perfección.
Al mismo tiempo que trazaba Raimundo en Montpeller un cuadro tan vasto de ejemplar doctrina, escribía también el libro llamado de la Primera y segunda intención que dedicó a su hijo y el Arte demostrativo que leyó y enseñó públicamente en aquella misma ciudad con general aceptación; a cuyas obras siguieron la Lectura sobre las figuras del arte demostrativo y sus Reglas introductorias, sobre las que hizo también un poema didáctico; el Arte de deducir lo particular de lo universal; el libro de Proposiciones según el arte demostrativo; un compendio de este Arte; el tratado sobre los Catorce artículos de la fé católica, el llamado de Figura elemental, el de Retentiva, un compendio del Arte médica, y el Ars juris que basó sobre los tres grandes preceptos de la justicia.
Estando Lulio ocupado en estos trabajos se celebraba en Montpeller un capítulo general de la orden de predicadores, al que asistieron muchos obispos, prelados y religiosos de todos los países católicos: y no pudiendo menos de aprovechar la ocasión para excitar el celo cristiano de aquellos varones, preséntase Raimundo a la ilustrada asamblea, y al darse en ella cuenta de los hermanos que habían fallecido, improvisa un discurso lleno de elocuencia y energía, y haciendo ver que la verdadera muerte es la muerte del alma y que esta es la que sobreviene a los que mueren en la ignorancia de la fé de Cristo, recae en su sempiterno tema de la conversión de los infieles, concluyendo por arrancar entusiastas aplausos a sus oyentes.
Después de haber desplegado tan asombrosa actividad durante su permanencia en Montpeller, dirigió Lulio sus pasos a Roma para tratar otra vez con el pontífice de lo que llamaba el Santo negocio: mas las circunstancias se le mostraron adversas, pues no sólo encontró a su llegada vacante la silla apostólica por fallecimiento de Martín IV, sino que las sediciones, tumultos, contagios y terremotos que en aquella época acontecieron, alejaba de los ánimos toda idea de secundar los designios de Raimundo. Sin embargo, avezado como estaba nuestro infatigable Lulio a hacer frente a todas las contrariedades, aguardaba con resignación que fuese elevado Honorio IV al solio pontificio, ante quien se prosternó, llenos sus labios de interesantes súplicas; y no abandonó a Roma sin haber logrado que se fundara en la capital del mundo católico un colegio en donde se enseñaran las lenguas orientales, como el que había fundado en Mallorca el rey Jaime II; (1) sin haber obtenido un breve dirigido al cardenal de Santa Cecilia Juan Choleti legado apostólico en la corte de Francia, a fin de que procurase con todas veras aquella laudable y precisa erección, promovida con la mayor solicitud y no menos trabajos por Raimundo Lulio, según refiere Spondano; (2) y eficaz recomendación para la universidad de París con el objeto de que le fuese permitido enseñar en ella el Arte general. (3)
Salido de Roma donde aumentó el repertorio de sus obras con un libro sobre el salmo Quicumque vult salvus esse y el poema sobre los Cien nombres de Dios; y después de haberse detenido poco tiempo en Bolonia donde asistió a otro capítulo general de la orden de predicadores, dirigió Raimundo sus pasos a la ciudad de París en la que le aguardaban muchos admiradores y no pocos aplausos. Sorprendidos los maestros de aquella renombrada universidad de la vastísima ciencia de Lulio, le concedieron el grado de doctor, y no tardó mucho el canciller Bertoldo en poner en sus manos la competente autorización para que se sentara en una de las cátedras de la misma universidad con el fin de que explicara en ella sus nuevos y portentosos sistemas (4).
(1) Véase la obra titulada "L'academie de la perfection."
(2) Véanse los "Anales" de este autor.
(3) Véase la historia de la universidad de París, escrita por César de Boulay.
(4) El mismo César de Boulay enumera a Lulio entre los maestros que enseñaron en aquella universidad.
Durante los dos años que nuestro fecundo autor permaneció en París, mientras desempeñaba el magisterio en aquella universidad, donde derramaron torrentes de doctrina tantos célebres maestros y afluían discípulos de los más apartados países, y en tanto que se perfeccionaba en la gramática mediante las lecciones del maestro Tomás Atrebatense, con quien trabó después una amistad muy íntima, compuso el notable libro de la Disputa entre los fieles y los infieles, el que intituló Visión deleitable y el llamado Félix de las maravillas del orbe, fruto este último de una observación profundísima y en el cual pinta un joven llamado Félix que, peregrinando por el mundo, contempla las maravillas todas de la naturaleza y discurre y raciocina admirablemente sobre ellas; siendo digno de notar que en este libro habla Lulio, antes que otro alguno lo hiciera, de la dirección de la aguja magnética hacia el norte, y del singular fenómeno de tomar en puntos determinados una dirección distinta y que más tarde observaron los portugueses navegando hacia el cabo de Buena-Esperanza.
Incansable Raimundo en sus viajes, luego que hubo logrado del rey de Francia Felipe el Hermoso la fundación de un nuevo colegio en Navarra (1), regresó a Montpeller, en donde continuó leyendo públicamente sus libros y desenvolvió su Arte inventiva, sus Cuestiones solubles por el arte demostrativa e inventiva, sus tratados Investigatio generalium mixtionum у de Mixtionibus principiorum; un opúsculo en verso lemosin sobre la Trinidad, y las obras llamadas Fuente divina del paraíso, y Arte amativa, además de un compendio de Lógica, y del recomendable libro de Alabanzas a la Virgen María, bellos y poéticos cologios entre un hermitaño docto en las ciencias filosóficas y en la teología con tres hermosas damas conocidas por los nombres de Alabanza, Oración e Intención.
(1) Véase el capítulo XIV de la obra biográfica de Juan María de Vernon.
Bullendo sus ardientes propósitos en el fondo de su alma y queriendo en persona dedicarse a la conversión de los infieles, ya que en último resultado no lograba de la corte romana toda ja decisión que apetecía, se dirigió a Génova, desde cuyo punto le era fácil embarcarse para la ciudad de Túnez. Con el objeto de confundir mejor a los filósofos árabes, puso en su mismo idioma el Arte inventiva que había escrito en Montpeller, y se disponía ya para su marcha cuando supo la nueva del advenimiento de Nicolás IV al solio pontificio por muerte de Honorio su antecesor. Esta noticia le hace suspender el proyectado viaje para encaminarse otra vez a Roma, a fin de conferenciar con el recién elegido. Avistado con él, preséntale un elocuentísimo opúsculo, por el cual demuestra con abundante copia de datos los medios de recuperar los Santos Lugares y de difundir la religión verdadera entre los idólatras: y hallando en el ánimo de Nicolás las muestras más lisonjeras de simpatía y las mejores disposiciones, renace en el pecho de Raimundo la dulce esperanza de ver realizados sus deseos. Envió desde luego el pontífice cartas y misiones a la Tartaria, Armenia y Etiopía; hablóse de la fundación de colegios para el estudio de las lenguas orientales y de la reducción de los cismáticos al seno de la Iglesia; y se empezaron, a instancias vivísimas y repetidas de nuestro infatigable Lulio, serios trabajos para formar una sola orden de las del Temple y de los Hospitalarios de San Juan, a fin de que aunada su fuerza, su valor y su pericia militar, se hiciese con más provecho y mejores resultados la guerra contra los infieles (1).
(1) “Nicolaus ordines Templariorum, et Hospitaliorum dessidentes in unum redigere conatus est, cui negotio perficiendo multum laboravit Raimundus Lullus". - Felipe Briecio en sus "Anales pontificios."
Mas el mismo pontífice se hacía ilusiones en los planes que concibiera al prometerse de ellos prontos y eficaces resultados; pues si bien por su parte se hallaba dispuesto a secundar los deseos de Raimundo, no así sucedía con los príncipes cristianos que, ocupados por desgracia en atizar el fuego de sus mutuas rencillas y apagado en ellos el entusiasmo que en otro tiempo había despertado la voz de Pedro de Amiens, se mostraron poco favorables a aquellos santos intentos. A estas contrariedades se añadió la guerra de la Sicilia en que hubo de empeñarse la corte romana; y por último la consternación que produjo en todos los ánimos la pérdida de las ciudades que estaban todavía poseyendo los cristianos en la Siria, acabó de frustrar completamente todas las tentativas del celoso Lulio.
Viendo pues este malogradas sus esperanzas, abandonó a Roma sin consuelo para volverse a Montpeller; mas ya que tan adversa se le mostraba la suerte con respecto a sus humildes peticiones, quiso darle Dios una prueba de que no le tenía en olvido, abriéndole una senda expedita para la generalización de sus ideas. En Italia había conocido Lulio al ministro general de la orden de menores Raimundo Gaufredi; y a pesar de la severidad de este sabio varón en lo tocante a la ciencia teológica y de lo adverso que se mostraba a las ideas nuevas en este punto, hasta el extremo de prohibir a los catedráticos de su orden que las emitiesen o que divulgasen producciones de su propio ingenio, quiso dar a nuestro autor la más marcada prueba del alto concepto que le merecía, poniendo en sus manos una circular dirigida a los ministros provinciales de la orden en los dominios romanos, en la Pulla y en la Sicilia, para que le recibiesen con la mayor afección y respeto, y le destinasen lugar oportuno para enseñar su Arte a los religiosos que tuviesen deseo de aprenderla. (1)
(1) Fue expedida esta circular en Montpeller a VII de las kalendas de noviembre de 1290, y obra en el proceso sobre la canonización de Lulio del año 1612.
Poco tiempo empero pudo usar Lulio por de pronto de este privilegio por más que le recibiera con placer y agradecimiento. Queriendo demostrar con el ejemplo la profunda convicción que le animaba en sus exhortaciones, permaneció en Montpeller solamente el tiempo preciso para arreglar su viaje a Túnez y quizás para concluir su libro contra el Antecristo y el famoso Árbol de la deseada filosofía, que escribió en los momentos de su tristeza con el objeto de dedicarlo a su hijo, a quien aconseja riegue aquel árbol con el agua de las tres fuentes de la fé, de la esperanza y de la caridad, que forman el río que se divide después en cuatro arroyos que se llaman justicia, prudencia, fortaleza y templanza.
De Montpeller hubo de pasar otra vez a Génova, desde donde le era más fácil embarcarse para Túnez; sobrecogióle empero en aquel punto una gran dolencia que le llevó a los umbrales de la eternidad y puso la navecilla de su alma en peligro de perderse. Quizás la tristeza en que le había sumido el mal éxito de sus afanes debilitó las fuerzas de su espíritu, y flaco y abatido, empezó a considerar los muchos peligros a que iba otra vez a exponerse al emprender la penosa tarea de predicar a los infieles. No es de extrañar que en este estado y dando pábulo a tales reflexiones se enfriase su heroico propósito; que de aquí viniese la tentación, sintiese por un momento apagarse aquel amor divino que siempre ardió en su seno y que el remordimiento avivase después en su memoria el recuerdo de sus culpas pasadas. Tras esto al parecer sobrevino la exaltación en su cerebro, la desconfianza en la misericordia divina, la desesperación y la fiebre; y representándosele en su ánimo los tormentos del infierno, de que se consideraba ya presa sin medio de salvarse, extraviábase su imaginación de suyo vivísima y ardiente, y creyendo ser juguete del maligno espíritu, cayó en un estado lastimoso de delirio que le puso al borde del sepulcro.
Pasando en silencio algunas fábulas injustificables que algunos han contado del período de la enfermedad de Raimundo, al verse este algo mejorado, no bien supo que se hallaba una nave en Génova de pronta partida para Túnez, cuando a pesar de su estado de convaleciente y de las insistencias con que procuraban sus amigos disuadirle de la idea de su viaje, hizo trasladarse con sus libros al buque que pronto emprendió su rumbo; y completamente restablecido su cuerpo y sereno su ánimo, entró en la ciudad musulmana, redoblado su celo y más inflamado que nunca su corazón por el fuego de la caridad y por el anhelo de la dilatación de la fé cristiana.
Recién llegado a Túnez reúne Lulio a los varones más sabios en la ley de Mahoma para travar con ellos algunas controversias teológicas y oponer a su religión la de Cristo crucificado. Haciendo uso de su Arte, destruye con su contundente lógica las objeciones de los árabes, les confunde y maravilla al mismo tiempo, y les hace comprender los más altos misterios del dogma católico. Estas disputas le daban por resultado la conversión de no pocos infieles que, entusiastas por las virtudes y ciencia de Raimundo, conducían a otros compañeros a la cátedra del celoso catequista, y así iba formando una numerosa reunión de oyentes que le prometía los más felices resultados. Mas no faltaron en esta ocasión ciegos defensores del Alcoran, que noticiosos de las predicaciones de Raimundo y de los partidarios que su elocuencia atraía, denunciasen a su rey la secreta escuela. Alarmado el monarca de ver dentro su propio reino un elemento tan poderoso para la destrucción de su trono, y que tan hondamente socavaba el edificio de las creencias de sus mayores, apresuróse a reunir los magistrados de su consejo, los que considerando a Raimundo como hombre sedicioso y como subversivos sus discursos, profirieron contra él la sentencia de muerte; resolución que se hubiera ejecutado desde luego si un magnate sarraceno, prendado de las altas virtudes y de la ciencia de Lulio, no hubiese intercedido por él y alcanzado del monarca la conmutación de aquella pena con la de estrañamiento perpetuo del reino. Obtenido esto y publicado un edicto en el que se le imponía anticipadamente la pena de muerte para el caso de ser hallado otra vez en Túnez, extrajeron a Lulio de la cárcel para trasladarle a una nave que le condujese otra vez a Génova; y durante el camino que anduvo desde su encierro hasta el buque que debía recibirle, hubo de sufrir toda clase de insultos, golpes y azotes que pusieron en grande peligro su existencia. Mas tanto era el ardor con que había emprendido la carrera del apostolado que no bastaron estos contratiempos para hacerle abandonar la empresa; antes bien permanecía en el puerto de Túnez esperando le sería fácil introducirse otra vez en la ciudad para ganar algunas almas. La atroz persecución empero que sufrió en aquellos días un cristiano a quien los árabes habían confundido con Raimundo, hizo conocer a este la suerte que le aguardaba si persistía en sus intentos; y viendo que ya no le era dado hacer cosa alguna en aquel punto por el servicio de Cristo, saltó a bordo de una nave que salía para Nápoles.
En aquella capital emprendió de nuevo y con la mayor asiduidad sus tareas literarias. Después de haber dado fin a su Tabla general que había empezado en el puerto de Túnez en medio de sus angustias y cuidados, escribió su Lectura compendiosa; a vivas instancias de algunos médicos con quienes disputaba sobre la medicina, trazó el tratado de la Levedad y peso de los elementos; y mientras enseñaba su Arte a muchos árabes establecidos en Nápoles, daba cima a un libro que llamó de la Conversación y a la famosa Disputa de los cinco sabios, que profesando distinta creencia ventilan en interesante diálogo los puntos más culminantes del catolicismo, emitiendo Raimundo en él sus propias ideas en boca del latino romano, que concluye su argumentación con una instancia a la Santa Sede en la cual expone brevemente sus reiterados proyectos de cruzada.
Esta misma instancia fue la que luego presentó en Roma con otro opúsculo titulado Flores de amor y sabiduría a Bonifacio VIII, que había subido a la dignidad pontificia por abdicación de Celestino V. No obstante de reasumir empero en ambos escritos todas las razones que podían inducir al Papa y a los cardenales a adoptar y favorecer el plan que llevaba expuesto, sus súplicas no alcanzaron la atención de que eran merecedoras.
Ocupada la corte romana en otros negocios, si bien no le desairaba con una negativa, le entretenía con vagas y falaces promesas, ponía obstáculos a la pronta realización de aquellos proyectos, y el asunto experimentaba tan largas dilaciones que hicieron desconfiar a Raimundo del éxito de sus tentativas. Por desgracia su mismo celo y el ardor de su insistencia llegó a ser enojosa para los que se hallaban en la posibilidad de secundarle; y a medida que reiteraba sus pedidos y que elevaba al poder su elocuente voz, crecía la indiferencia y el fastidio de los gobernantes, hasta el punto de hacerle blanco de la derision y de la mofa; y sin querer ya escucharle disparaban contra él los más envenenados dicterios.
Amargo fue para Lulio tan triste desengaño, e intenso su dolor al considerar cuan poco había adelantado en su empresa después de treinta años de desvelos, de fatigas y de padecimientos. Consumíale la tristeza y le asediaba por todas partes la soledad y el desamparo; y en tal estado dando rienda suelta a sus lágrimas compuso en versos lemosines su tan bello como sentido poema el Desconsuelo; melancólico desahogo de su corazón lacerado por los desengaños, plañido íntimo de un espíritu que contempla desvanecidas las esperanzas a que todo en el mundo lo ha sacrificado. Bajo tan dolorosa impresión escribió también en Roma y en idioma lemosin el precioso libro llamado Árbol de la ciencia, en cuyo prefacio descríbese en un valle a la sombra de un árbol de bello ramaje cantando su desconsuelo para alcanzar alivio en los pesares que le ocasionaba el poco éxito de sus trabajos, y en este acto oyendo su canto un monje que andaba por aquel valle, se acerca y después de preguntarle la causa de sus lamentos le ruega escriba un libro para más fácil inteligencia de su Arte. Compuso en esta misma época el famoso libro de los Proverbios que contiene más de seis mil sentencias clasificadas con el mejor método, y que se ocupan de la divinidad, de la naturaleza de las criaturas y de los vicios y las virtudes; otro tratado sobre los Artículos de la fé, a que dio también el nombre de Apóstrofe y del cual existe el original en lemosin y una traducción libre latina, en el final de cuya obra se lee una enérgica y oportuna alocución dirigida al pontífice Bonifacio VIII.
Cansado de esperar en Roma sin que sus peticiones alcanzasen (alcanza-cen) resultado alguno favorable, se dirigió otra vez a Génova; y después de haber pasado a Montpeller para visitar a su inolvidable rey Don Jaime II e inducirle a que interesase al de Francia en sus pretensiones (pretenciones), emprendió su marcha hacia París. Recíbele otra vez en su claustro la universidad de aquella corte, у haciendo pública lectura de su Arte, atráese en poco tiempo una muchedumbre de discípulos. Mas esto no basta para distraerle de sus proyectos, y manifestándolos al rey Felipe, no solamente obtiene promesa de enviar emisarios a la Santa Sede para tratar del negocio, sino que hace de aquel monarca uno de los más constantes admiradores de su Arte y de su sabiduría. Confiado pues Raimundo en la discreción de Felipe y esperando que las influencias de este lograsen por fin algún éxito, busca la soledad en el seno de aquella misma capital, у viviendo en ella aislado y retraído, se entrega completamente a sus tareas literarias dando nuevas pruebas de su pasmosa fecundidad. Así es que durante los dos años escasos de su permanencia en París escribió el tratado sobre el Alma racional у el de Astronomía en el que combate enérgicamente la astrología judiciaria que preocupaba entonces los ánimos en el mundo científico; un compendio sobre lo mismo; los libros llamados De los diez modos de contemplar a Dios; De como la contemplación se convierte en éxtasis; De los grados de la conciencia, y la Declaración contra varias opiniones de algunos filósofos condenadas por el prelado de París. Escribió también otro libro sobre las Sentencias de Pedro Lombardo; otro que se cuenta en el número de sus mejores producciones titulado Filosofía del amor que presentó al rey de Francia y a su esposa, y una Práctica breve de la tabla general; además del tratado sobre la Cuadratura y triangulatura del círculo, en el que establece los principios de la teología; el de Congruo adducto ad necessariam rationem, y un Canto elegíaco en verso lemosin, en el que, como en el Desconsuelo, recuerda su vida pasada, se duele de lo infructuoso de sus fatigas, y de los desengaños que recogiera por premio de sus afanes.
En el ínterin dejaba pendientes sus constantes pretensiones de las promesas del monarca francés, resuelve pasar a Mallorca, donde se propone prestar también sus servicios en favor de la propagación del cristianismo, enseñando y catequizando a los muchos árabes que en la isla tenían fijada su residencia. Para efectuar su viaje sale de París, atraviesa la Francia, entra en Cataluña, y deteniéndose en Barcelona, logra tener algunas conferencias con el rey Don Jaime II de Aragón, de quien obtiene así mismo promesas satisfactorias de apoyarle en sus pretensiones mediante su valimiento. Estas entrevistas inspiraron al rey aragonés y a la reina Blanca su esposa la más viva simpatía hacia Raimundo, y admirados los regios consortes así de las virtudes de Lulio como de su sabiduría, le encargaron la redacción de un devocionario o libro de Oraciones que escribió en lengua lemosina a medida de los deseos de aquellos reyes y con el aplomo y elevación con que solía tratar los asuntos místicos; dejando también escrito en la misma ciudad un opúsculo teológico en verso a que dio el nombre de Dictado de Raimundo.
Por fin la tierra natal de nuestro incansable apóstol, la deliciosa Mallorca, recibe con placer en sus playas la nave que conducía a su célebre hijo, después de más de veinte años de ausencia. Raimundo empero no toma tierra en la isla para entregarse al descanso que su senectud ya reclamaba, sino para inaugurar una segunda época de actividad y trabajos. Un año escaso permaneció entre sus conciudadanos, pero los libros que escribió datados en Mallorca y que llevan la fecha de aquel mismo año, y el número de infieles y judíos que catequizó durante su residencia en Palma, son otros tantos testimonios de su celo religioso y de la fecundidad de su talento. Así como en el tratado de la Cuadratura y triangulatura del círculo sentó los principios de la Teología, escribió en Mallorca otro libro en el cual estableció los de la Filosofía, a cuyo trabajo añadió un compendio de la obra sobre los Artículos de la fé. Escribió también un extenso poema moral y teológico que tituló Medicina del pecado, y los libros sobre la Esencia y sobre el Conocimiento de Dios, además del tratado sobre el Hombre, escrito con el fin de que la criatura humana se conozca a sí misma y sepa honrar a su Criador; el llamado de Dios y de Cristo; y la Aplicación del Arte general a las ciencias, a cuya obra el erudito y bibliógrafo D. Nicolás Antonio en su catálogo de las obras de Lulio designa con el nombre de Arte general rítmica.
Apenas había dado cima a estos trabajos cuando llega a la noticia de Raimundo que Kassan gran kan de la Tartaria había invadido la Siria, y que venciendo a los musulmanes, se había apoderado de los Santos Lugares acompañando al soldán de Egipto hasta las fronteras de su reino. A tan inesperada nueva inflámase el corazón del anciano Lulio, pues profesando Kassan la fé de Cristo, ve en aquel suceso una coyuntura favorable para alcanzar la realización de los proyectos por los cuales tanto se había desvelado. No deteniéndole ni las fatigas del viaje ni el peso de sus años, abandona el sosiego á que su patria le brindaba y se dirige a Chipre; pero no bien hubo llegado allá cuando supo con dolor que la noticia que le había sido comunicada era falsa, pues no tan sólo no había podido apoderarse el tártaro del territorio que ambicionara, sino que hubo de retirarse a sus reinos que durante su ausencia se le habían sublevado.
No era hombre empero Lulio que hiciese en valde sus viajes o que malograse las ocasiones de prestar sus buenos servicios a la causa de la fé católica. Así pues aprovechándose de la circunstancia de hallarse en Chipre, avistóse con el soberano de aquella isla y le decidió a que reuniese todos los cismáticos, jacobitas, nestorianos y monotelitas para que, forzados a escuchar sus discursos, pudiese reducirles a prestar obediencia al supremo jefe de la Iglesia, y hasta intentó le enviase al soldán de Egipto en calidad de misionero; pretensión que tuvo que abandonar al ver la indiferencia que en esto el rey demostrara. Mucho sería ciertamente el fruto que alcanzaba de su contundente argumentación, cuando los enemigos a quienes con su ciencia refutaba acudieron al medio de envenenarle para librarse del peso de sus razones. Mas afortunadamente los remedios fueron prontos y eficaces para salvarle de una muerte tan horrible como segura; y logrando su curación, luego de restablecido se trasladó a la ciudad de Famagosta, no sin dejar escrito en el monasterio de San Juan Crisóstomo donde se había dirigido, un libro de Retórica, que sin fundamento algunos han tratado de disputarle.
Acabó de robustecerse en aquella ciudad con los cuidados del maestre de los Templarios que le hospedó afectuosamente dispensándole la más favorable acogida; y siguiendo las indicaciones que el mismo Lulio hace en varias de sus obras, después de alejarse de Famagosta en donde escribió el libro sobre la Naturaleza, se dirigió a la Armenia, y en Aleas ciudad de aquel territorio es donde vemos datado el libro escrito en lemosin que intituló De lo que el hombre debe creer de Dios. De la Armenia volvió a Chipre y pasando por las islas de Rodas y Malta, en las que se detuvo poco tiempo, puso los pies en Génova desde cuya ciudad se dirigió inmediatamente a Mallorca.
En esta isla empléase otra vez con éxito en catequizar a muchos árabes y judíos, y ocupa las horas que aquella elevada tarea le deja libres en escribir el libro de los Mil proverbios, precioso ramillete de máximas escogidas e impregnadas de la doctrina más sana y de la moral más pura; el de la Confesión, en el cual después de haber entrado en altas consideraciones sobre los pecados y sobre los modos de examinar la conciencia, desciende a las reglas prácticas para confesar; el de la Trinidad y la encarnación, tratado profundísimo acerca estos dos misterios; y el de los Sermones sobre los diez preceptos del decálogo.
Desde Mallorca calculó lo indispensable que era para el buen resultado de la empresa que de tan antiguo meditaba, la alianza entre los príncipes católicos. Proponiéndose trabajar con todas sus fuerzas a fin de alcanzarla, embarcóse para Montpeller, en cuya ciudad conferenció con el rey de Aragón y le hizo presente sus intentos; y presentándole un bien meditado plan para emprender la cruzada, le pidió su protección y auxilio.
No desoyendo el monarca las palabras de Raimundo a quien tenía en grande veneración, al mismo tiempo que le dio varias recomendaciones, ofrecióle su persona, sus tierras, sus soldados y su tesoro para la conquista de la Tierra Santa, lo que inflamó de nuevo el corazón de Lulio llenándole otra vez de lisonjeras esperanzas. Sin embargo no abandona la ciudad de Montpeller sin dejar marcada su permanencia en ella en los libros llamados la Disputa de la fé y del entendimiento, que tiende a probar los misterios del dogma cristiano, de Lumine, de la Región de la salud y de las enfermedades, en el que habla de la influencia de los astros sobre la economía animal, y el Ars jus naturalis, que se dirige a dar sólidos conocimientos sobre este derecho, regular sobre sus fundamentos los derechos particulares, así naturales como escritos y resolver e interpretar las cuestiones del civil y del canónico.
Del Rossellon pasó a Génova a conferenciar con los magnates de aquella ciudad sobre sus pretensiones, y a poco tiempo regresó otra vez a Montpeller; y siguiendo su constante costumbre de escribir y viajar, dejó trazado en la primera ciudad el libro llamado Lógica nueva, la Lectura de la práctica breve de la tabla general, y la Demostración silogística de los artículos de la fé; y dio cima en la última al libro que intituló de la Significación, al del Entendimiento, a los llamados Consejo e Investigación de los actos de las divinas dignidades, al de la Memoria, al de la Voluntad, y al Método para aplicar la lógica nueva al derecho y a la medicina.
Abandonando otra vez a Montpeller pasó a Aviñón en donde escribió el libro de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que quizás dio origen al célebre edicto del rey de Aragón en favor de este misterio, y que en el siglo en que vivimos (XIX), después de las antiguas y encarnizadas reyertas de los teólogos escolásticos, ha venido a convertirse en un glorioso floron de la corona literaria de Raimundo, con la reciente declaración dogmática hecha por la Santidad de Pío IX. De Aviñón volvió a Montpeller y durante los meses de su permanencia en este punto escribió, además de los libros llamados Ascenso y descenso del entendimiento, de Demostrar comparando, y de la Predestinación y el libre alvedrío, las tres grandes obras Arte mayor de predicar, Arte general para todas las ciencias y la llamada del Fin; exponiendo en el primero las reglas más juiciosas para que la predicación produzca buenos frutos, y la necesidad de que, al efecto de atajar los progresos de la malevolencia y dar fomento a las buenas obras, se den en los discursos oratorios ideas exactas de las virtudes y los vicios haciendo de ellos una minuciosa anatomía; y demostrando en el último con abundancia de datos y observaciones los medios de apoderarse de los Santos Lugares y de acabar con las herejías y el cisma; libro maduramente concebido, y que por la sabiduría del plan que en él se desenvuelve hizo exclamar al célebre erudito D. Nicolás Antonio: - "No lo dudo; antes me persuado de que si el plan propuesto en este libro se llevara a efecto, dejaría de haber herejías, errores, y disenciones entre los cristianos... por lo que necesario es que medite el crimen que perpetra y los bienes que estorba quien sin razón lo contraría."
En Montpeller tuvo Raimundo ocasión de ver al recién elegido Pontífice Clemente V y al monarca de Aragón, con los cuales pudo tratar de sus inolvidables proyectos. Poco tiempo después pasó a Barcelona, desde cuya ciudad, luego de haber dejado escrito en ella el libro sobre los Errores de los judíos, se trasladó a Lyon con el objeto de dirigir al jefe de la cristiandad una súplica relativa a la conversión de los infieles que fue recibida con frialdad, por hallarse la curia romana distraída en otros asuntos; y volviendo a Montpeller para escribir una obra sobre el Derecho civil y una Introducción al arte general, se dirigió a la capital de la Francia. En París lee otra vez en público su Arte, y argumenta con el célebre Scoto, sobre cuya disputa compuso un libro, al que añadió el llamado de la Fácil ciencia y otro de Cuestiones. Redoblándose su actividad a medida que avanzaba en años, emprende su marcha hacia Pisa en donde concluye el Arte general última que había empezado en Lyon, y escribe el Arte abreviado. De Pisa se embarca para Mallorca, y desde esta isla encendido su corazón por el deseo de la conversión de los infieles, se traslada al África y entra en la ciudad de Bona.
Curiosas e interesantes son las aventuras que según cuentan los biógrafos coetáneos, acontecieron a Raimundo en esta penosa expedición al África. Apenas hubo conseguido fundar en Bona una escuela de su doctrina, cuando fue delatada al gobierno agareno, lo que le atrajo tan recias persecuciones que le obligaron a abandonar aquella ciudad para librarse de la muerte. Por entre despoblados y derrumbaderos, salvado milagrosamente de las fieras, penetró hasta Bugía, en cuya ciudad se propuso predicar la fé de Cristo. Para ello escogió el sitio más público de la población, y en la plaza fue donde empezó con energía a combatir la religión mahometana y a proclamar como santa y verdadera la de los católicos. A tales palabras quiso el pueblo apedrearle con gran algazara, mas dio orden el muftí de que le llevaran a su presencia; y al reprenderle este semejante osadía, y recordarle el castigo atroz que le aguardaba, contestó Raimundo que no teme la muerte el verdadero siervo de Dios, ni el miedo ha de estorbarle el predicar su religión si por indubitable la tiene y la profesa. El muftí que pasaba por hombre docto en su ley, le exigió (exijióle) que demostrase la verdad de su creencia, y tan altas pruebas dio de sus más incomprensibles misterios, que confundido el sacerdote de mahoma tuvo por más prudente mandar la prisión de Lulio que contestar a sus razonamientos.
Las órdenes del muftí ejecutáronse desde luego, y Raimundo fue conducido ignominiosamente a una cárcel hediondísima, no sin sufrir toda clase de insultos y los más inicuos tratos. Permaneció algún tiempo en aquel repugnante encierro, hasta que condolidos de su suerte, a fuerza de súplicas, pudieron alcanzar algunos catalanes y genoveses que se hallaban en aquel punto, que le destinasen una cárcel más decente y más salubre. Durante su encarcelamiento, al paso que unos pedían se le condenase a muerte, otros, aunque sectarios acérrimos del Alcoran, acudían a ser testigos de las pruebas que aún estaba dando de su sabiduría. Entre estos había algunos que no por ser profundos filósofos eran menos celosos en la defensa de su ley; y cuanto comprendían las elevadas cualidades de Lulio, tanto era su tenaz empeño de atraerle a su secta: así es que ya que no podían alcanzarlo con razones, imaginaron deslumbrarle con ofrecimientos. Prometíanle honores, riquezas y, cuanto podía halagar la ambición mundana; mas el alma de Raimundo era por esta parte incontrastable, y cada vez que insistían en su idea, convirtiéndose en apóstol de Cristo el que anhelaban hacer neófito de Mahoma, les hacía comprender cuanto yerra quien sacrifica a la fortuna deleznable del mundo la felicidad eterna del cielo.
Fruto de estas conferencias fue el convenio que hizo Lulio con Hamar, uno de los más afamados corifeos de la ley mahometana, de escribir cada uno por su parte un libro en que expusiesen las pruebas de su respectiva creencia. Algo tenían trabajado ya ambos contendientes en el plan que concertaran, mas como llegase esto a noticia del príncipe africano que tenía su corte en Constantina, mandó una orden a Bugía para que no sólo se estorbase aquel proyecto, sino que fuese desterrado Raimundo del reino, haciéndole saber que le aguardaba la muerte caso de ser en él otra vez habido. Embarcóse Lulio a esta intimación en una nave que emprendía su viaje a Génova, y a poco sobrevino tan espantosa tormenta, que hizo imposible toda dirección y gobierno; y arreciando más y más los vientos, abandonada la nave al furor de los elementos, naufragó ante las costas de Pisa, a las cuales pudo arribar Raimundo luchando con las olas, asido a una tabla, medio desnudo, y perdidos sus libros, con muy pocos marineros de la tripulación.
Después de haber entrada en Pisa, hospedado que se hubo en el convento de Santo Domingo, lejos de mostrarse abatido con tantos trabajos y contratiempos, dio otra vez rienda suelta a su heroica laboriosidad. Reasumió en un precioso libro su célebre contienda con el sarraceno Hamar, en el que triunfa el dogma católico de los ingeniosos y sutiles sofismas del filósofo árabe (1); y expuso en otro tratado con su habitual profundidad y madurez los deberes de los clérigos y las virtudes de que deben estar adornados; a cuyos libros añadió el de la Afirmación de la memoria y el de los Cien signos de Dios.
(1) En este libro llamado "Disputa de Raimundo con el sarraceno Hamar,” que es uno de los más notables de Lulio, lo hace mérito de la persecución que sufrió este en Bugía, de su penoso encarcelamiento, y de su naufragio.
Al mismo tiempo que daba cima a estos trabajos, siguiendo en sus constantes propósitos, agenciaba con todas sus fuerzas la concebida cruzada, procurando encender en los espíritus el mismo fuego que en su corazón ardía. A fuerza de entusiasmo y de diligencia alcanzó persuadir a la república pisana de lo elevado de su pensamiento y de lo útil de la empresa; y no sólo contribuyó a que se resolviese la institución de una orden militar para que pelease de continuo contra los infieles en la Siria, sino que mereció de los pisanos el más decidido apoyo, manifestándoselo por medio de cartas comendaticias que pusieron en sus manos, dirigidas a la Santa Sede.
Cobrando aliento el ánimo de Raimundo con estas favorables circunstancias pasó inmediatamente a Génova, centro de su actividad y de sus altas operaciones. Recibiéronle los genoveses con toda la deferencia que su sabiduría siempre les inspirara y con el amor que en todas ocasiones le habían demostrado; y tanta era la buena voluntad con que estaban dispuestos a secundar los intentos de Lulio que además de las cartas que le entregaron para el Sumo pontífice y sacro colegio de cardenales, pusieron a su disposición treinta y cinco mil florines para ayudar a los gastos de la guerra. Lleno de las más risueñas esperanzas salió esta vez Raimundo de la ciudad de Génova para tratar con la Santidad de Clemente V del reanimado negocio de la cruzada. Con la velocidad del rayo pasa los Alpes, entra en Francia, y quizás con el objeto de aguardar ocasión favorable para dirigirse a Aviñón, donde el pontífice tenía en aquella época establecida su corte, se detiene algunos meses en Montpeller, cuyo tiempo emplea en escribir con aquella fecundidad que le hace el más admirable de los autores, el Arte divina, el tratado sobre la Multiplicación, el libro de los Nuevos engaños, los llamados experiencia de la realidad del Arte general, Igualdad de los actos de las potencias del alma en la bienaventuranza, y otro sobre los Vestigios de la producción de las divinas personas; el que intituló Escusa de Raimundo, el de la Investigación de la sustancia y del accidente, el de la Conveniencia que sobre el objeto tienen la fé y el entendimiento, el de los Actos propios y comunes de las dignidades divinas y por último otro libro sobre el modo de Adquirir la Tierra Santa que compuso con el fin de presentarlo a Clemente V.
Con este libro y las cartas que llevaba consigo de las repúblicas de Pisa y Génova dirigióse Raimundo, rebosando su espíritu fé y confianza, a la ciudad de Aviñón, en la que tuvo algunas conferencias con el papa y con los altos dignatarios de aquella corte: mas tanto como había sido intensa la esperanza que en aquel pontífice había puesto, tanto más amargo fue el desengaño ante la indiferencia que para con aquellos proyectos Clemente le demostrara. Raimundo no fue bien recibido; sus planes excitaron más bien la hilaridad y el desprecio que la profunda atención que merecían. Verdad es que la estación de las cruzadas había pasado ya para no volver nunca, y que el entusiasmo religioso que las promoviera se había enfriado en los corazones; verdad es que el estado de la Europa no hacía ya posible la resolución heroica de los que siguieron a Pedro de Amiens y a San Bernardo; que las desgraciadas expediciones de San Luis habían hecho renunciar a la gloria de nuevas tentativas; y que ni el ardiente celo de Lulio, ni de los que después de él trabajaron para reanimar el espíritu desfallecido, como Marino Sanuto, Felipe de Savona, Andrés de Antioquía y hasta el mismo laureado poeta Francisco Petrarca, habían ya de hacer vibrar los pechos con la elocuencia de sus palabras, al empeñarse en promover una nueva cruzada. Mas es sensible que toda vez que tan difícil juzgábase una expedición militar a la Palestina, se desoyesen los planes de predicación por los que Raimundo tan ardientemente abogara, y que hubieran sido sin duda de grandísimo provecho para la causa del catolicismo.
Herido Lulio en lo más hondo de su alma, abandonó lleno de pesar y amargura la corte pontificia, dirigiendo sus pasos hacia París en donde en medio de tantas celebridades literarias había conseguido adquirir gran renombre. Como si presintiese que aquella era ya la última vez que había de entrar en la gran capital de la Francia, quiso permanecer en ella dos años a pesar de su apego a la agitación y al movimiento. Durante su permanencia en París dio mayor solidez a su gloria ejerciendo otra vez el magisterio en aquella célebre universidad, у trazando un gran número de obras, con las cuales aumentó el maravilloso catálogo de las que llevaba escritas, y excitó la admiración de los sabios, hasta la del mismo rey Felipe el Hermoso que en el entusiasmo que el vastísimo saber de Raimundo le inspiraba, llamábale el grande e iluminado doctor. De aquella época son los libros Arte mista de filosofía y teología y de las Tres personas que hay en Dios; los llamados del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de la Trinidad y unidad que hay en la esencia de Dios, de las Condiciones de las figuras y de los números, y el Arte cabalística: escribió además los tratados de la Nueva metafísica, y de la Nueva física, de la Predestinación y la presencia, del Eficiente y el efecto, del Modo natural de entender, y los que intituló de Venatione medii inter subjectum et predicatum, y de Conversione subjecti et predicati per medium. Estando entonces en París muy en boga la escuela de Averroës, declaróse Raimundo uno de sus más ardientes adversarios, escribiendo un libro contra los errores de aquel filósofo, que intituló Disputa de Raimundo y el averroïsta, y el de Sermones en refutación de la misma doctrina. A estas obras añadió la llamada de lo Posible e imposible, la de los Engaños de algunos filosofadores, y los libros sobre
las Contradicciones, sobre los Silogismos, sobre los Innatos correlativos, sobre la Unidad y pluralidad divina, el del Ignorado Dios y del ignorado mundo, de la Forma de Dios, de su existencia y ajencia, de las Elevadas y profundas cuestiones у el llamado del Ente.
Queriendo Lulio corresponder además a las altas consideraciones y distinguida deferencia de que el rey Felipe le hacía objeto, dedicóle el hermoso libro sobre el Nacimiento del niño Jesús, y el que lleva por nombre Lamento de la filosofía, en el cual, personificada esta, se duele en sus coloquios con el Entendimiento de ver tan oscurecida la verdad por los errores de los falsos filósofos que esparcían con sus desvaríos la confusión y las tinieblas por la faz del orbe. Mientras tan gloriosamente sellaba Raimundo su reputación como escritor, recibía el más alto testimonio del aprecio de los sabios, en un diploma que puso en sus manos la universidad de París, por el cual cuarenta maestros, después de un detenido examen, aprobaban su Arte, según menciona César de Boulay en la historia de aquella universidad y lo confirma el mismo documento que auténtico ha llegado a nuestros días. (1).
(1) He aquí el notable documento a que aludimos. Dice así:
Universis præsentes litteras inspecturis, officialis curiæ parisiensis in Domino salutem. Noverint universi, quod in præsentia magistri Joannis de Salinis, et Michaelis de Jonquerio, nostrorum clericorum juratorum, quibus in hiis et majoribus fidem indubiam adhibemus, et quibus quoad hæc commissimus tenore præsentium, vices nostras, propter hoc personaliter constituti magister Martinus in medicina, magister Joannes Scotus in artibus, magister Raymundus de Biterum in medicina bachalaureus, Fr. Clemens prior servorum S. Mariæ parisiensis, Fr. Accursius ejusdem loci magister, Petrus Burgundus in artibus magister, Ægidius de Vallesponte magister in artibus, Matthæus Guidonis in artibus bachalaureus, Gaufridus de Meldis, Joannes Scotus, Petrus de Parisius, Hebrandus de Frigia, Gilabertus de Normania, Laurentius de Hispania, Guillermus de Scotia, Henricus de Burgundia, Joannes de Normanis bachalaureus in artibus, et magister Ægidius, et plures alii usque ad numerum 40, in dictis scientiis experti asseruerunt per eorum juramenta, non vi, dolo, metu, vel fraude ad hoc inducti, sed sua spontanea voluntate, ad requisitionem Magistri Raymundi Lulli catalani de Majoricis, quod ipsi a dicto magistro Raimundo Lull, audiverunt per aliqua tempora Artem, seu scientiam, quam dicitur fecisse seu adinvenisse idem Magister Raymundus, quæ quidem Ars, seu scientia sic incipit: "Deus cum tua gratia, sapientia, et amore, incipit Ars brevis, quæ est, etc." Asseruerunt dicti magistri, et omnes alii, ut prædicitur, per eorum juramenta coram præfatis juratis nostris, quod dicta Ars, seu scientia erat bona, utilis et necessaria, pro ut ipsi perpendere poterant, seu etiam judicare, et quod in ea nihil erat contra fidem catholicam, seu etiam dictæ fidei repugnantia; multa autem ad sustentationem dictæ fidei, et pro ipsa facientia in dicta scientia seu Arte, ut dicebant poterant inveniri. Præmissa autem facta et acta ac etiam testificata ab ipsis magistris et bachalaureis, ut prefactum est coram præfactis clericis juratis nostris, fuerunt in domo, quam ad præsens inhabitat idem Magister Raymundus Llull, in vico Bucceriæ parisiensis, ultra parvum pontem versus Sequanam, pro ut ipsi jurati nostri nobis retulerunt, oraculo vivæ vocis. Ad quorum relationem sigillum predicte parisiensis curie duximus litteris presentibus apponendum, in testimonium præmissorum. Datum anno Domini MCCCIX, die martis post octavam festi Purificationis B. Marie Virginis gloriose.
- M. De Jonquerio."
Una muestra parecida de distinción recibió Lulio del monarca francés, con las letras que expidió este en Vernon en el mes de agosto del año 1310, altamente lisonjeras para Raimundo; (1) y no contento Felipe con esto, hizo que el ilustre canciller de París Francisco Neapoli le diese también el correspondiente diploma a fin de que pudiera hacer pública la aprobación de su doctrina. (2)
(1) Véase este documento en la cita núm. 70 del cap. 6. disertación 1.a de las del
P. Custurer.
(2) Véase el documento que sigue al anterior en las Disertaciones históricas del mismo P. Custurer.
No bien acaba empero Lulio de recibir tan elocuentes demostraciones de la alta consideración que a los sabios y al monarca merecía, cuando se esparció la nueva de que Clemente V convocaba un concilio general en Viena. Alborozóse Raimundo a tan fausta noticia y latiendo todavía de entusiasmo su corazón por sus antiguos proyectos, le pareció haber llegado la última pero la mejor ocasión de proponer y alcanzar lo que con tanto fervor deseaba. Así pues, luego de haber explayado su alma en un canto lemosin que tituló Concilio, en el que exhorta al papa, a los cardenales, prelados, religiosos, príncipes y caballeros para que no sean apáticos los unos en el razonar en la general asamblea, ni remisos los otros en empuñar las armas por la exaltación de la fé de Cristo, dispone su marcha para Viena. Durante el camino compuso con respecto a las pretensiones que iba a exponer en el sínodo, los Diálogos del clérigo Pedro con Raimundo a que dio también el nombre de Phantasticus; y no bien hubo llegado a la ciudad alemana cuando rehízo el libro llamado del Ente en cuyo final incluyó su petición.
Abrióse aquella venerable y general asamblea el día primero de marzo del año 1311, hallándose presentes en ella el Sumo pontífice y el rey de Francia con sus tres hijos, su hermano Carlos de Valois y más de trescientos obispos; y apenas hubo pronunciado Clemente un discurso en que exponía las causas de la convocación, cuando el anciano y venerable Raimundo, se echó a las plantas del supremo jefe de la Iglesia, y después de más de cuarenta años de diligencias y fatigas, empleados en llevar a feliz término sus fervientes deseos, en encarecer con la palabra y con la pluma cuanto convenía al bien de la religión, en recorrer para animar a los soberanos a la santa empresa las principales cortes de Europa y en predicar a los infieles la verdad revelada arrostrando las persecuciones más atroces y los más inminentes peligros, pintó con muy vivos colores la necesidad y la obligación en que estaban los príncipes católicos de recuperar los Santos Lugares, hizo presente el estado deplorable y la miseria de los cristianos de la Armenia y la suerte fatal que aguardaba a los griegos próximos a ser esclavos de los turcos si se dilataba el oportuno socorro.
Conmovidos los padres del concilio con la elocuente oración de Raimundo, al mismo tiempo que veneraron sus canas y aplaudieron su religioso celo, tomaron en consideración la súplica que les dirigía, accediendo a la mayor parte de los extremos que en ella iban contenidos. Propuso ante todo a la asamblea la institución de tres colegios, uno en Roma, otro en París y otro en Toledo, en los cuales hombres instruidos previamente en la filosofía y, teología, y dispuestos a hacer el sacrificio de su vida por la propagación de la fé cristiana, pudiesen aprender las lenguas orientales a fin de facilitar la predicación del Evangelio a los infieles; pensamiento que fue adoptado por el concilio decretando la creación de colegios de aquella clase en las ciudades de Roma, Bolonia, París, París, Oxford y Salamanca.
Pedía también Raimundo que todas las órdenes militares se refundiesen en una, con el exclusivo objeto de hacer constantemente la guerra a los sarracenos hasta la destrucción del islamismo, lo cual a pesar de las anteriores disposiciones de Nicolás IV que tendían a realizar este pensamiento y de los mejores deseos de Clemente V, no pudo acordarse por la oposición que a ello hicieron varios comisionados de aquellas religiones: y además proponía nuestro infatigable Lulio que la décima de los bienes eclesiásticos se invirtiese en los gastos de la guerra contra los musulmanes, lo que fue concedido por el término de seis años encargando la expedición al rey Felipe de Francia. Aparte de estos tres puntos capitales abrazaba la petición de Raimundo otros de disciplina eclesiástica y algunas proposiciones para que puestas en armonía la filosofía natural y la teología se evitasen los errores de muchos antiguos y modernos filósofos; para que se impusiesen penas a los cristianos usureros; para la instrucción de los judíos y sarracenos domiciliados en países católicos; y para la reforma de la facultad de medicina y de la de jurisprudencia; proposiciones que fueron en su mayor parte atendidas por la utilidad y el bien que habían de reportar a la Iglesia y a la sociedad. Conseguido que hubo pues las principales peticiones que había sometido a la decisión del concilio, y viendo cuantas dificultades se oponían a la empresa militar que tanto anhelara para la conquista de la ciudad santa, determinó vivir dedicado enteramente a sus tareas literarias. Algunos biógrafos suponen que por este tiempo emprendió una nueva peregrinación a la Siria, datos hay empero irrecusables para desechar semejante hipótesis. Mas digno de crédito aparece el viaje que otros han asegurado hizo a Inglaterra; viaje que no puede desmentirse sino a trueque de considerar apócrifas algunas obras que llevan impresos no sólo el nombre de Lulio sino la marca de su genio. Quizás por el descrédito en que había caído la alquimia en los tiempos posteriores a Raimundo, merced a ignorantes charlatanes que no hicieron sino envilecerla con sus supercherías; y más aún la prevención y repugnancia con que las preocupaciones y el fanatismo han mirado por espacio de algunos siglos los descubrimientos de aquella ciencia, que en nuestros días ha podido llegar al más alto grado de esplendor, se han esforzado en borrar del catálogo de las obras de nuestro autor los libros de alquimia, negando su autenticidad con el empeño más decidido. No contentos con esto han puesto en duda que Lulio se dedicase a las operaciones prácticas de la ciencia, y quizás para vindicarle mejor de lo que según ellos deslustraba la santidad de su vida, no sólo han tratado de arrebatarle uno de los mejores títulos de su inmortalidad, sino que han querido excluir de la gloriosa historia de sus hechos cuanto tenga relación con sus descubrimientos químicos. Así nada tiene de extraño que los que prefieren ver en Lulio un consumado teólogo o un hábil filósofo, más bien que un genio vasto y enciclopédico, guarden el más profundo silencio con respecto a su viaje a Inglaterra y a los importantes trabajos en que se ocupó en la corte de Eduardo II.
Que Raimundo era hombre inteligente en la química lo comprueban hasta sus mismas obras filosóficas, en las cuales no pocas veces se ocupa ya expresa ya incidentalmente de aquella ciencia; por lo mismo nada extraño nos parece cediera a los reiterados ruegos del príncipe británico para que pasase a su corte con el objeto de emplearle en algunas operaciones químicas de no escasa importancia. Lo que nos sorprende es la insistencia con que se sostiene ser apócrifos esos numerosos tratados de alquimia que circulan con el nombre de Lulio, entre los cuales se cuentan el libro de la Quinta esencia, los llamados Testamento y Codicilo, la Diadema de Roberto, el de los Esperimentos, el del Hallazgo de los secretos ocultos, el de la Transformación de los metales, del Alfabeto químico, de la Destilación del agua, y tantísimos otros, escritos en varias épocas de su vida, y de los cuales fuera prolijo hacer relación detallada.
Creyendo pues vano el empeño de considerar a Raimundo como extraño a las investigaciones de la alquimia, no vemos motivo para contradecir a Juan Cremer, monje de Westminster, quien dice haber mediado para que pasase a Inglaterra, y trabajase, hospedado en aquella célebre abadía, en la depuración del oro y acuñación de las monedas que se llamaron nobles de Raimundo o rosas nobles, por encargo del monarca inglés. Lo que creemos si una suposición hija de la ignorancia de aquellos tiempos es la de que Raimundo corriese engañado tras el necio empeño de hallar lo que se llamó la piedra filosofal, cuyo aserto contradecimos con tanto mayor fundamento en cuanto el mismo Lulio en muchos pasajes de sus obras considera como un delirio dejarse alucinar por ese sueño, hasta el punto de hacerle exclamar que el oro de los alquimistas no es oro verdadero, y que más vale argentum in bursa, quam in mercurio; mientras que en otro pasaje del Arte magna se expresa en estos términos: Elementativa habet veras conditiones, ut una species non se transmutet in aliam speciem, et in isto passu alchimistæ dolent, et habent occassionem flendi.
Concluida la ocupación que le hiciera permanecer en Londres, en cuya ciudad lo entretenía Eduardo con falaces promesas de emprender la guerra contra los infieles, determinó pasar a Mallorca, deteniéndose antes, aunque muy poco tiempo, en Montpeller en donde concluyó el libro llamado de Locutione angelorum. Dedicando en la isla natal sus postreros años a las más elevadas tareas literarias, escribió el libro de la Participación de los cristianos y los sarracenos, el de los Correlativos de las divinas dignidades, el de los Cinco principios que hay en todo lo que existe, los del Nuevo método de demostrar, del Padre nuestro, del Ave María, de las Virtudes y los pecados, el Arte breve de predicar, el tratado de las Obras de Misericordia, el de los Dones del Espíritu santo, el de la Confesión, el Arte infusa, el llamado Cual sea la ley mejor, mayor y más verdadera que dedicó a su monarca el rey Don Sancho de Mallorca, sucesor de su padre Don Jaime II en el trono mallorquín, y el de la Virtud venial y vital dirigido al mismo monarca.
A pesar de su edad octogenaria, después de haber ordenado su disposición postrera, quiso pasar al reino de Sicilia. Durante su viaje, no desmintiéndose nunca la extraordinaria laboriosidad que fue el distintivo de su agitada existencia, ni su serenidad de ánimo, escribió un compendio del libro de la Contemplación: y establecido en la ciudad de Mesina ocupóse sin descansar en la confección de un gran número de tratados. Además del libro que intituló Consuelo del ermitaño, interesante coloquio sobre el amor al Todopoderoso, y modo de hacer frente a la tentación, compuso el de las Definiciones de Dios, otro de las Infinitas y divinas dignidades, y los llamados del Ente absoluto, del Acto mayor, del Medio natural, de la Investigación de la Trinidad por la sustancia y el accidente, de la Trinidad trinísima, del Ser infinito, de la Divina santidad, de la Invención divina,
de la Perfecta ciencia, del Lugar mayor y menor, de la Potestad infinita y ordenada, de la Naturaleza divina, de la Concordancia y la contrariedad, de la Esencia de Dios, de la Creación, de los Cinco predicables y diez predicamentos, de la Potestad pura, del Modo de comprender a Dios, del Dios mayor y menor, de la Voluntad de Dios infinita y ordenada, del Fin mayor, de la Afirmación y negación, de la Justicia de Dios, de la Vida divina, del Ser perfecto, del Objeto finito e infinito, de la Memoria de Dios, de la Multiplicación en la esencia de Dios por la divina Trinidad, de la Ciudad del mundo, y finalmente el libro llamado del Concilio de las divinas dignidades, en el que refiere haber hecho el más ferviente propósito de ir otra vez a predicar a los infieles y de morir en la empresa. (1)
(1) Es indudable que Lulio, desde el principio de su conversión, aspiraba a la gloria del martirio; y lo comprueban varios pasajes de sus obras, entre otros el siguiente que se lee en su libro de “Contemplación" que es uno de los primeros que escribió:
- "Plascia á vos Senyor, que com mon esser passará d'aquest segle en l'altre, que y pas per via de martiri."
Ocupado en Mesina en escribir tan gran número de obras se hizo la admiración de aquel pueblo, logrando el singular rey Federico de Sicilia, quien maravillábase de tan profundo saber y tan extraordinaria fecundidad. Recibió aquel monarca con muestras del más íntimo contento, la dedicatoria de varios de los libros de Raimundo, y no sin sentimiento le vio abandonar las playas de su reino. Inclinado ya el cuerpo del venerable Lulio bajo el peso de los años y de las fatigas, íntegros empero el vigor de su espíritu y la fuerza intelectual que le animaba; ardiendo en su interior el heroico propósito de alcanzar la muerte y la gloria de los mártires, se embarcó para Mallorca, con el fin de trasladarse a Túnez. Ni los ruegos de sus compatricios, ni las muestras más elevadas que estos le dieron de la veneración en que le tenían, ni la paz y el sosiego que su país natal estaba ofreciendo a su vejez, pudieron enfriar su ardorosa y firme resolución. Así, dejando para siempre su querida patria, despidiéndose de todos sus deudos y amigos que no podían contener el llanto en tan tierna despedida, se dirigió al puerto de Palma, acompañado de un numeroso gentío, de las familias principales del país, y de los jurados de la ciudad; y dando a todos el último y tiernísimo adiós se hizo el buque a la vela el día 14 de agosto del año 1314 con rumbo hacia Bugía (1).
(1) En una nota coetánea que inserta el P. Custurer en sus disertaciones históricas se da cuenta de la partida de Raimundo del modo que sigue:
"Nota: vuy Dimars á 14 de Agost 1314 se embarcá Mestre Ramon Lull en una nau per transfretar, é anar en Bugia, en la qual embarcada tingué gran acompañament de gent, é particularment los Jurats, ço es: Luis de Sanct Marti, Andreu Roig, Juan Borras, Antoni Aguiló, Fr. Amador de Sta.... Fr. Antoni Ferrer, é molts altres, fent gran sentiment de la sua anada, é embarcament.”
Merced a las treguas que firmara el rey Don Sancho de Mallorca con el de Túnez, había en los puertos del África grande afluencia de embarcaciones, lo que favoreció el desembarque y la entrada, que hubieron de ser de oculto con motivo del estrañamiento del reino a que estaba Raimundo condenado por sus anteriores viajes a aquel territorio. No bien hubo pasado un mes desde su partida, cuando los jurados de Palma recibieron una sentida carta en la que resplandece toda la entereza de su alma heroica y la suavidad y la dulzura de un cristiano apóstol, poniendo en noticia de aquellas dignas autoridades su arribo al África. (2)
(2) He aquí algunos fragmentos de la carta a que aludimos:
"Als magnifichs, é savis Senyors los Jurats de Mallorques. Sit nomen Dni. benedictum. Magnifichs, é savis Senyors, é germans en Christo. Faslos á saber de la nostra arribada en lo port segur de Bugia per la bontat, é gracia de mon Deu y Senyor, lo cual comensa á mostrarme... de son servici, en las quals pugue... é aprofitar al meu intent, y avenir las meuas cosas, per las quals he volgut pendre aquest meu passatje... porte las cosas á bon fí, em vulla donar gracia en tot, é acertar en aquest meu bo, é sanct intent.
De Bugía pasó a Túnez en donde todavía escribió el libro de Dios y del mundo, y el otro llamado del Mayor fin del entendimiento, del amor y del honor, que dirigió al primer sacerdote de la ley mahometana en aquel país, a quien da el nombre Alcadio: últimos y elocuentes rasgos de la fecunda pluma del eminente sabio que había llenado el mundo de rayos luminosos de ciencia y de verdad.
Envolviendo su cuerpo con el alquicel de los árabes para mejor sustraerse de las escudriñadoras miradas de los curiosos, iniciaba ocultamente a muchos infieles en los rudimentos de la religión de Cristo y los resultados no dejaban de corresponder a sus esperanzas. Mas por circunstancias que nos son desconocidas hubo de abandonar a Túnez y trasladarse otra vez a Bugía, en cuya ciudad, adoptando todas las precauciones que el asunto reclamaba, con el objeto de que no se malograsen sus deseos, iba inoculando en el corazón de muchos mahometanos las dulzuras de la caridad cristiana y las verdades de la revelación divina. No pudo pero ser tan oculta su escuela que no llegase en último resultado a descubrirse. Viéndose pues sorprendido en el secreto, rompió las barreras en que la prudencia encerrado le tenía; y considerando era llegada ya la hora de hacer el sacrificio de su vida en aras de la creencia por cuya exaltación tanto había trabajado, alzó su voz, y lleno de un ardor santo y de una invencible resolución, hizo saber a aquella muchedumbre fanática, que él era el mismo Raimundo a quien en años anteriores expulsaron del reino; que había vuelto para demostrarles la falsedad de la ley del Alcoran y la grandeza de la única verdadera del Salvador del mundo, con la esperanza de que con su palabra alcanzaría la conversión de los ilusos, o de que estos le darían la palma gloriosa del martirio.
Nada más importaba decir para que se amotinase la plebe y pidiese con grande estrépito la muerte del orador que tan mal hablaba de la religión de sus mayores. Con los más inicuos atropellos y afrentas lleváronle a la sala de justicia en donde le impusieron la última pena, y llenos de furor y crueldad condujéronle fuera de la población, sin que perdiese Raimundo su entereza ni se abatiera su ánimo a la vista del suplicio que le aguardaba; antes al contrario no cesó de esforzarse por el camino en amonestar al pueblo amotinado para que conociese la falsedad de su secta y abrazase la fé del Redentor. Seguido de una inmensa muchedumbre llegó al lugar destinado para ejecutar aquella sentencia tan cruel como bárbara, y atado el imperturbable y resignado Lulio a un poste que al objeto allí se colocara, fue herido por dos terribles golpes de alfange (alfanje) que le dio el verdugo en la cabeza; y abandonándole después herido de muerte al furor y al encono del populacho, aquella muchedumbre feroz y desenfrenada descargó sobre el ensangrentado cuerpo del mártir una lluvia de piedras, con las cuales llegaron a cubrirle.
Se hallaban a la sazón en Bugía muchos mercaderes y marineros a quienes no eran desconocidas la prosapia, la ciencia ni las altas virtudes de Raimundo. Entre la piedad de los que presenciaron tan terrible ejecución y heroico trance, se distinguió la de los dos genoveses Estéban Colon (Esteban Colón; 1) y Luis de Pastorga que se arriesgaron a pedir a la autoridad de Bugía el permiso para recoger el cadáver del insigne mártir y trasladarlo a su nave.
(1) La coyuntura de llamarse Colón y de ser genovés el marinero que citamos, hace recordar al P. Antonio Raimundo Pascual en su tratado sobre el descubrimiento de la aguja náutica, que se llamaba también Colón y era así mismo genovés el gran descubridor del Nuevo mundo. De aquí intenta deducir que Lulio pudo haber sido muy conocido de los autores de Cristóbal Colon, y que este leyó quizás en los muchos libros que dejó aquel en Génova en las casas de sus amigos, la teoría que le impulsó a emprender su aventurado viaje, puesto que es patente que Raimundo, doscientos años antes del descubrimiento de la América, dejó sentada en varias de sus obras la opinión de que en el hemisferio opuesto al nuestro, necesariamente había de haber un extenso territorio capaz de mantener el mundo en equilibrio. Sea de esto lo que fuere nadie podrá negar a Lulio la gloria de ser el primero que indicó esta grande idea.
Alcanzado que hubieron esta gracia, cuenta la tradición, que una luminosa pirámide que se elevaba en el sitio donde yacían los ensangrentados restos de Lulio, les condujo en la oscuridad de la noche hacia aquel montón de piedras que escondiera tan inapreciable tesoro. No obstante las horas transcurridas desde que el suplicio había tenido lugar el infeliz Raimundo respiraba aún; y no es necesario ponderar el esmero con que aquellos piadosos marineros procuraron con todas veras la conservación de una vida tan importante, tan estimada y tan llena de merecimientos.
Luego que le hubieron prodigado todos los cuidados y socorros que les fue dable, hiciéronse a la vela, dirigiendo su rumbo hacia Génova, ciudad en donde tanto apreciaron la abnegación y la sabiduría del celoso apóstol. No permitió empero la justicia divina que fuese privada la isla de Mallorca de la envidiable ventura de poseer los restos del más eminente de sus hijos, del primer sabio de su época. Así, no bien hubo tomado la nave su dirección hacia las costas de Italia, cuando se desencadenaron de tal modo y tan contrarios los vientos, que se vieron forzados los marineros a tomar puerto en la isla de Mallorca; y al dirigirse al de Portopí, en alta mar, a la vista de la ciudad de Palma, patria querida del inmortal Raimundo, rindió este su privilegiado espíritu el día 30 de junio del año 1315.
Muy lejos estaban de presumir empero los compatricios del mártir bienaventurado que aquella nave que en el puerto se guarecía encerrase tesoro de tanta estima. No obstante el interés con que los genoveses procuraban quedase oculta la posesión de tan apreciables restos para que no les fuese impedida su traslación a la ciudad de Génova que tenían resuelta, no estuvo en su mano evitar que se divulgase; y obligados a hacer la debida confesión del caso, restituyeron a Mallorca los venerables despojos. No bien se dijo a los mallorquines lo que ocurría, cuando acudieron llenos de piadoso entusiasmo al puerto de Portopí, para presenciar el desembarque del inanimado cuerpo de aquel mismo héroe que diez meses hacía de ellos se despidiera con tan sublime resolución como inefable ternura. Tampoco se hicieron esperar mucho en aquel punto las autoridades para asistir a la solemne procesión en que se llevó el cuerpo del mártir a la última morada. Triste al par que doloroso espectáculo fue ver el quebrantado cadáver de Raimundo, envuelto todavía en el mismo traje con que procuraba sustraerse de las miradas de los infieles cuya conversión tanto deseaba, cubierto de heridas y de sangre, y ostentando las terribles y espantosas huellas del más cruel de los martirios. Silenciosos у llenos de la veneración más profunda desfilaron hacia la ciudad en piadosa procesión, y llevado en andas el estimado cuerpo, cerraban la fúnebre comitiva los jurados de la ciudad, el lugar teniente general del reino y el respetable prelado de la diócesis de Mallorca D. Guillermo de Vilanova. La muchedumbre veneró aquellas reliquias como las de un santo mártir, y es fama que depositadas en la sacristía del convento de San Francisco de Asís de la ciudad de Palma se obraron milagros sobre su tumba.
Un espantoso incendio ocurrido en aquel lugar pocos años después de la inhumación, estuvo a punto de arrebatar a su patria los restos del gran Lulio, y sólo a un prodigio se atribuyó el haberse salvado de las voraces llamas, que ni hasta respetaron las alhajas, ni los ornamentos de los altares. A consecuencia de este suceso labró la piedad de los mallorquines a su compatricio una urna de piedra, que encerrando el venerable cuerpo de Raimundo, fue colocada en sitio preferente del templo. A medida que se extendía la fama de sus milagros crecía la devoción en que el pueblo tenía al cristiano mártir, la cual se tradujo muy luego en público y ferviente culto dispensándosele los obsequios que la iglesia rinde a los que cuenta en el catálogo de los santos; obsequios que no mereció de los isleños tan sólo, sino aún de los fieles de otros puntos del continente español; y que además de ser autorizados por los diocesanos, lo fueron también por el papa Clemente XIII que, a consecuencia de habérsele elevado una información, ordenó que respecto de ser inmemorial el culto del invicto Lulio no debía innovarse relativamente a él cosa alguna; siendo después confirmada esta declaración por el mismo pontífice y por la santidad de Pío VI. Y al concluir la reseña de los hechos del más sabio y fecundo de los escritores de su época, del más ardiente y celoso de los apóstoles de la religión católica, del varón más asiduo en promover el bien de la Iglesia, no podemos resistir al deseo de insertar los bellísimos párrafos que el suntuoso sepulcro gótico en que descansan los restos del célebre Raimundo desde el año 1448, inspiró al delicado y profundo escritor catalán
D. Pablo Piferrer en el tomo correspondiente a Mallorca de la magnífica obra Recuerdos y bellezas de España.
- "Es el interior de San Francisco, dice, una nave larga, proporcionada y elegante; y bien que una restauración completa haya desterrado los antiguos altares, detrás del mayor y a la izquierda del que entra, la devoción ha conservado en una capilla un monumento que por sí solo atraería las visitas de los viajeros. Ocupa una de las paredes un gran sepulcro gótico, que a estar completo fuera una de las obras fúnebres más notables, que del postrer período de aquel arte nos quedan. Es la base una línea de animales fantásticos, y sobre ella, formando siete nichos, levántanse bellos pilares que también ostentan animales en sus impostas. Bustos de singular expresión y con apariencia de letrados sostienen las repisas; y en el remate de cada nicho dos ángeles volando llevan una gran corona, en cuyos aros respectivos hay escritos estos nombres: astrología, geometría, música, aritmética, retórica, lógica, gramática: raros lemas en una sepultura de aquel género piadoso, que acostumbraba olvidar las grandezas terrenales al labrar sus vasos mortuorios por no esculpir en ellos sino lo que avivase la fé en Dios y la esperanza en la otra vida. Si estas letras sorprenden al que examina el monumento, los espíritus de luz que sostienen las coronas revelan cierto aire simbólico, y sus grandes alas descollando sobre sus cabezas semejan a primera vista rayos místicos que les nacen de la frente. Pero faltan las estatuas que debían materializar aquellos nombres; y a haberse labrado, ellas serían un preciosísimo documento de la manera con que los artífices de aquellos tiempos sabían simbolizar la representación viviente de las artes y de las ciencias.
Sobre los ángeles y dentro de los nichos hay un calado casi enteramente desprendido de la pared; de cada corona brota un penacho; y todo este primer cuerpo remata en una gran faja de hojas elegantísimas. Dos pedestales, comienzo de dos grandes pilares que sin duda habían de levantarse hasta recibir la cornisa y cerrar la fábrica, se ven en los extremos laterales del segundo; y al lado de ellos dos grandes repisas sostenidas por bustos carecen de las estatuas a que se destinaban. En el centro ábrese un gran nicho más profundo que ancho, cuyo interior lleva bóveda gótica (gótiga) perfecta. Dentro hay una urna de alabastro; su parte inferior debe de llevar algunos relieves si hemos de atender a lo poco que se ve, pues la ocupan unas gradas postizas que convierten el nicho en retablo; y sobre la cubierta yace una estatua que viste el tosco sayal de ermitaño o penitente. Su rostro respira tal gravedad, que trae recogimiento profundo al que lo contempla; y la luenga barba que baja a cubrirle el pecho claramente indica la áspera penitencia del difunto, y cuanto desatendió lo de la tierra por la fé de Cristo, por la caridad y por el estudio. Si la fama no te lo avisó antes, si aquellos letreros y aquellos relieves como simbólicos no te lo han revelado; sube, o viajero, a leer la lápida que hay a un lado del monumento, y ella te dirá que allí se conservan los restos del gran Ramon Lull, honra de su patria Mallorca, lumbrera de su siglo, en la vida de mundo mal ejemplo de vanidad y sensualismo, en la vida contemplativa espejo de caridad y continencia, mártir en Cristo, venerado en los altares."
"En las capillas más tristes de las naves desiertas hemos deletreado con mano segura las inscripciones de las tumbas, y junto a ellas apuntamos la descripción de los monumentos y las impresiones que nos asaltaban a su vista. Las estatuas de los prelados, de los barones y de las damas al parecer nos han sonreído en nuestra tarea, y la tranquilidad de la muerte cristiana que resplandecía en sus semblantes más de una vez despertó en nuestro corazón un sentimiento de pesar y de ternura, y una como aspiración a un mundo mejor y más duradero. Mas cuando entre el vislumbre del crepúsculo de la tarde, a la luz incierta de una lámpara y pendientes de una escala contemplamos aquella figura de pobre ermitaño y la severidad de aquel rostro aumentada por la luenga barba; una sensación de terror detuvo nuestra mano, y nuestros ojos, apartándose del álbum, pasearon una mirada de azoramiento por la nave silenciosa у desierta. Al contacto del alabastro que encierra las reliquias santas, la miseria de nuestro ser hubo miedo y vergüenza como si sintiera la presencia del espíritu ardiente y puro, que buscó a Dios en la soledad y en la abnegación, y por el conocimiento de Dios alcanzó la sabiduría que admiró al mundo. En las mudas facciones de la estatua buscamos atónitos la mirada que traspasó los espacios y ahondó las verdades del Arte y la Ciencia; y temor y respeto nos sobrecogieron al ver los movimientos que las oscilaciones de la lámpara fingían en aquellos párpados, al parecer prontos a abrirse. Y si por una parte el sentimiento religioso no sin gran conmoción y timidez nos permitía acercarnos a la urna del mártir, y nuestra veneración nos recordaba la sabiduría de Raimundo; por otra la tradición murmuró a nuestros oídos los misterios del alquimista, y las fórmulas cabalísticas de los iniciados por un momento se nos representaron y cruzaron ante los ojos del espíritu mágicas y rodeadas de oscuridad y espanto. Tú, que dentro de ti mismo sientes arder la llama santa del entusiasmo; tú, cuya alma no está cerrada a las impresiones de las imágenes de la muerte, y de lo que recuerda la vida pasada; tú, que aprendiste a venerar, amar o temer a los hombres que como puntos culminantes marcan la senda que la humanidad entera sigue en su marcha misteriosa: ve a la luz trémula de la lámpara, asido a una escala insegura, en una nave profunda y abandonada, ve a meditar junto al sepulcro de Lulio, a evocar la sombra del pasado; y la aparición, que tú mismo llames, gigante y terrible con toda la fuerza de la santidad, de la ciencia y del misterio, desordenará tus ideas, ahogará tu memoria, y te forzará a cerrar los ojos a la visión de tu fantasía."
II.
Expuestos y bosquejados en resumen los hechos principales de la vida de Raimundo Lulio, séanos lícito, antes de entrar en el examen de sus obras poéticas, pagar el tributo de admiración que es debido a sus virtudes, y que se merece la utilidad que el mundo ha reportado de su celo, de su laboriosidad у de su ciencia: tributo que es de tanta más justicia, cuanto ha sido tenaz la insistencia con que se atacara su doctrina por sistemáticos y violentos adversarios, y con que se ha herido su grande reputación por enconados detractores. Así como la fama de sus virtudes vuela más alta que el espíritu depresor de irascibles enemigos; las saludables máximas, los elevados preceptos de la moral más pura, y el sentimiento evangélico más acendrado que a raudales brotan de sus numerosas obras, le ponen a cubierto de los tiros que la maledicencia y la pasión de escuela, bañados no pocas veces en el veneno de la calumnia, han querido dirigirle.
No acudiremos para vindicar a Lulio de las diatribas de sus perseguidores a los elocuentes testimonios de sus coetáneos, a la deferencia con que le trataron no pocos príncipes, al respecto que infundió a los sabios, y a la veneración que inspiró a los pueblos, sino al trasunto de su corazón que donde quiera encontramos en las páginas de sus inmortales libros, al reflejo de aquella alma grande que llevaba por compañeras a la fé para creer en sus artículos y vencer a las tentaciones y a la ignorancia; a la esperanza para confiar en la fuerza y ayuda del Omnipotente; a la caridad para poderlo todo y todo vencerlo; a la justicia para verse obligado a dirigirse siempre a Dios; a la prudencia para conocer y menospreciar al mundo caduco y engañoso y anhelar la bienaventuranza eterna; a la fortaleza para dar aliento al corazón en sus penalidades y trabajos, y a la templanza para hacerla señora de su apetito (1). (1) Blanquerna, libro 1.° capítulo 8.
En efecto, la fé resplandeció viva e incontrastable en el espíritu de Raimundo; ella estuvo a prueba no sólo de las riquezas, de los honores y de todas las seducciones del mundo que en más de una ocasión le ofrecieron por precio vil de su apostasía, sino de los más crudos tormentos y afrentas con que fue perseguida su invencible firmeza. A la exaltación de la fé católica hizo el sacrificio de su vida entera; por ella abandonó los bienes de la fortuna que le era próspera, hizo las peregrinaciones más dilatadas y penosas, pasó largas horas en profunda meditación, hizo correr su pluma con una actividad inaudita y se expuso a toda clase de derisiones y desengaños; por ella combatió sin descanso el cisma, las herejías, y todas las sectas enemigas del nombre cristiano, ya con la elocuencia de sus palabras, ya con la magia de su pluma, ofreciendo siempre el más palpitante ejemplo de abnegación y heroísmo; por ella en fin derramó su sangre y padeció martirio. Y ciertamente que abrasado en la fé había de estar quien la consideraba como principio de la sabiduría y como escala por donde sube el entendimiento a penetrar los secretos de Dios (1 : Libro del amigo y del amado, vers. 297.); quien con tanta elevación la comprendiera en los místicos vuelos de su alma al, exclamar: - "Entró el amigo en un prado ameno en donde una multitud de donceles hollando las flores del suelo, corrían en pos de un enjambre de mariposas; y observó que cuanta era su porfía en cogerlas a tanta mayor altura volaban. Esto hizo pensar al amigo que así les acontece a los atrevidos que con sutilezas creen haber comprendido a su amado, sin ver que este abre las puertas a los sencillos de corazón y las cierra a los presumptuosos, y que la fé es quien le hace visible en sus secretos por la ventana del amor (2 : Idem, vers. 70.).”
La esperanza de Raimundo no tenía límites, ni bastaron para agostarla todos los contratiempos que en varias ocasiones se conjuraron contra sus heroicos intentos. Las persecuciones bárbaras de los infieles, los desprecios y las burlas de los cortesanos, los peligros y las enfermedades que experimentó en sus viajes, en vez de infundirle pavura y desaliento, no hacían más que fortalecer su corazón, y aumentar los tesoros de su confianza en el poder supremo. Así no nos maravilla oírle exclamar, que en Dios había misericordia y justicia, y que por esto quiso hospedarse entre el temor y la esperanza, porque la misericordia le obligaba a esperar y la justicia a temer; que la misericordia y la esperanza multiplicaban el perdón en la voluntad de Dios; que el amor le enseñaba a tener paciencia y que la sencillez de corazón es la que encomienda confiadamente a Dios todos los hechos. (3). (3) Idem. Vers. 98, 205, 335.
Y en otro, lugar al preguntarse: - "Dime, hombre perdido por amor, ¿Tienes dinero? ¿Tienes villas, castillos, ciudades, reinos, honores y dignidades?" su esperanza le hacía responder: - “Tengo a mi amado; tengo en él mi amor, mis pensamientos y mis deseos, por él lloro, sufro y padezco, y todo esto vale más que poseer reinos e imperios (1)."
(1) Libro del amigo y del amado, vers. 178.
La caridad, esa virtud sublime exclusivamente hija del cristianismo, resplandeció en grado heroico en el alma de Raimundo, y fue el móvil principal de todos sus actos y sus pensamientos. Ella le hacía llorar amargamente la muerte de los que mueren en el error, en la ignorancia y en la culpa, y le daba aquella invencible y enérgica resolución que arrostraba todos los peligros y triunfaba de todos los obstáculos. Abrasado en su llama repartía su fortuna entre los pobres, esquivaba en sus peregrinaciones la morada de los poderosos para tomar asiento entre la indigencia y en los hospitales, y consagraba su existencia a los más asiduos trabajos para enderezar los pasos de los extraviados, guiar a los ignorantes, abrir los ojos del alma a los que vivían ciegos a la luz de la verdad, o pedir el perdón de Dios para los obstinados en sus errores. Su vida no fue más que un continuo suspiro por el amor de los hombres, así como sus libros son en el fondo un ferviente tributo pagado a la más eminente de las virtudes cristianas.
El amor divino encendió su corazón en santa llama elevando su espíritu a la mansión serena de los más dulces transportes. Desde la altura en que su alma se cernía, contemplaba el mundo, y veía en él un espejo en donde se reflejan la majestad y la grandeza de Dios, ante cuyos resplandores, dice, aparecen manchas en el sol (2).
(2) Idem, vers. 307 y 273.
En la profundidad de los mares veía la del amor del amado; en la blancura de los lirios su pureza, y en el mayor encanto de las rosas entre las demás flores su hermosura sobre todo lo que existe; en las virtudes de las criaturas los más altos misterios de su divinidad y las perfecciones de su ser; y en el canto armonioso de las aves el dulcísimo idioma de su amor (1). En la soledad hallaba la compañía de Dios, y en el bullicio del mundo la soledad; y poseído de místico ardor parecíanle lecho de rosas las espinas en que caía por las sendas que andaba pensando en su amado (2). Con señas de temor, pensamientos, lágrimas y llanto correspondía al amor de su amado y le refería las angustias de su corazón; y al preguntarle qué haría sin su amor, contestaba que le amaría para no morir puesto que el desamor es muerte y el amor es vida (3).
Decía que la bienaventuranza era una tribulación padecida por amor; que los suspiros y las lágrimas son mensajeros entre el amigo y el amado, para que en los dos haya consuelo y compañía, amistad y benevolencia; que el amor ilumina el nublado interpuesto entre ambos y hace al amigo resplandeciente como la luna en la noche, como la estrella en la alborada, como el sol en el día, como el entendimiento en la voluntad (4).
Tenía por las tinieblas mayores la ausencia de su amado; manifestaba que como no podía ignorarle no le era posible tenerle en olvido; que acordándose de él olvidaba todas las cosas; que crió Dios la noche para que en sus noblezas se pensara; y que si vestía tosco sayal, su alma iba adornada de agradables pensamientos (5). Si queréis fuego, añadía con dulzura, venid a mi corazón y encended en él vuestras lámparas; si queréis agua venid a las fuentes de mis ojos, que en lágrimas se deshacen; si queréis pensamientos de amor venid a tomarlos de mis recuerdos (6).
(1) Libro del amigo y del amado, vers. 311, 266, 315 y 26.
(2) Idem, vers. 55 y 33.
(3) Idem, vers. 47 y 62.
(4) idem, vers. 65, 105 y 123.
(5) Idem, vers. 134, 131, 137, 149 y 151.
(6) Idem, vers. 174.
Regaba el huerto del amor con cinco ríos y con ello le hacía fertilísimo, y plantaba en él un árbol cuyo fruto sanaba todas las enfermedades; morir quería para los deleites de este mundo y los pensamientos de los malditos que ultrajan a Dios, de cuyos pensamientos nada quería puesto que no estaba en ellos el amado; aprendía del amor a tener paciencia, de la misericordia a esperar, de la justicia a temer, y a creer de la fé y todas estas virtudes le enseñaban a amar; tenía vendido su deseo a su amado por una moneda cuyo valor bastara para comprar el mundo entero; bebía amor en la fuente de su amado у embriagaba de amor y lavábase en ella las manchas de la culpa; llamaba a Dios luz irradiante en todas las cosas, como el sol en todo el mundo, que retirando su resplandor lo deja todo en las tinieblas; y explicaba el amor diciendo que es muerte de quien vive y vida de quien muere, alegría en la vida y en la muerte tristura, deleite y consuelo en la patria y melancolía en la peregrinación, ausencia suspirada y presencia alegre y sin fin, dulzura amarga y amargura dulce; y que sus lágrimas eran testimonio de que aún para él no había amanecido el día, sino que guiado por el amor caminaba hacia su celeste patria en donde no puede haber noche (1). Respondiendo al llamamiento de Dios, dice con toda la efusión de su ternura - "¿Qué es lo que te place, amado mío, ojo de mis ojos, pensamiento de mis pensamientos, cumplimiento de mis perfecciones, amor de mis amores, y más aún principio de mis principios? Por tu virtud soy, y por tu virtud vengo a tu virtud de donde tomo la virtud (2)."
(1) Libro del amigo y del amado, vers 239, 259, 285, 287, 291, 313, 380 y 331.
(2) Idem, vers, 304 y 305
Agotando por último las palabras para expresar el amoroso incendio que devoraba su corazón, decía:- "Mi amante me ha robado la voluntad; yo le he dado mi entendimiento y sólo me queda la memoria para acordarme de él" y contestándose a las preguntas que
a sí mismo se dirigía, exclamaba:- "¿De quién eres? Del amor. ¿Quién te ha engendrado? El amor. ¿Dónde naciste? En el país de amor. ¿Quién te crió? El amor. ¿De qué vives? De amor. ¿Cómo te llamas? Amor. ¿De dónde vienes? De amor.
¿A dónde vas? Hacia el amor. ¿En dónde habitas? Donde está el amor, y todas mis riquezas las poseo en el amor (1)."
Ofreció también al mundo nuestro heroico mártir el más sublime ejemplo de humildad; y de ella son otros tantos testimonios su poesía titulada Canto de Raimundo, el poema el Desconsuelo, muchos pasajes de los diálogos del Amigo y del Amado, el libro Phantasticus que ya en otro lugar llevamos citado, el de Contemplación que es también el de sus confesiones y otros muchos. No reparando en hacer públicos sus juveniles desvíos dice haber merecido por ellos la ira de Dios (2); confiesa la vanidad que en otro tiempo le ensoberbeciera, el mal que hizo, las culpas que cometió (3) y los desprecios con que sus proyectos más tarde se recibieron (4). Recordando con dolor los años en que había llevado una vida disipada y licenciosa, no reparaba en llamarse hombre mundano, y amigo de la liviandad (5); en considerar el poco fruto que había alcanzado de sus penosos trabajos, como castigo de las ofensas que en la disipación había hecho a Dios (6), ni en exclamar que no había hombre en quien cupiese mayor falsedad y vileza; que se admiraba de que en tan reducido cuerpo se encerrase tanto mal (7); que eran sin número las horas en que se rebelara contra Dios y se alejara de su servicio (8), e infinitas las injurias hechas a sus amigos (9); aseguraba que había sido el más grande pecador de su pueblo (10),
(1) Libro del amigo y del amado, vers 54, 98 y 202. (2) Canto de Raimundo, estrofa 1.a
(3) Desconsuelo, estrofa 2.a (4) Idem, estrofa 16. (5) Phantasticus, prólogo. (6) Idem.
(7) Libro de Contemplación cap. 5. (8) Idem cap. 22. (9) Idem, cap. 23. (¡O) Idem, cap. 17.
nadando en el mar de la falsedad y la culpa como la rana en el agua (1); que su cuerpo, infecto por la inmundicia de las malas acciones (2), había encerrado un alma enferma y llena de pecados (3); que fue tan grande la maldad en que la soberbia le tenía postrado, como lo era el tesoro de la humildad y misericordia de Dios; que a tanto exceso había llegado su desvío que aun las cosas más imposibles las acometiera y las tenía por fáciles (4); y dirigiéndose a Dios exclama: - "Grande esperanza pueden tener los humildes que
sienten en sí el fuego de la caridad y de la justicia, porque si hasta a mí descendiste humildemente, Señor, que soy el más pecador y miserable de los mortales, otorgándome las gracias que te pedí ¿quién ha de desconfiar de tu misericordia? (5)."
Persuadido de sus flaquezas, decía que le era imposible vencer en la lucha que por honra de Dios emprendiera, a no ayudarle el amado y a no haberle enseñado sus noblezas y significado su voluntad (6); y por último añadía:- "Si ves a un amante cubierto de galas, honrado por vanidad y obeso por comer, beber у dormir, no encontrarás en él sino la condenación y los tormentos (7)."
Tanto como habían sido deplorables los mundanales extravíos a que entregó Raimundo los más bellos días de su juventud, fueron ásperas las penitencias y las mortificaciones que después se impuso y amargas las lágrimas de arrepentimiento que lloraron sus ojos. Gimiendo pedía a Dios sin consuelo que le diese fuerzas para sostener en el mundo una penitencia que fuese proporcionada a sus grandes agravios, que de tantos modos debía hacerla cuantos fueron los en que había delinquido (8).
(1) Libro de Contemplación, cap. 68. - (2) Idem, cap. 126. - (3) Idem, cap. 132. -
(4) Idem, cap. 142. - (5) Idem, cap. 92. - (6) Libro del amigo y del amado, vers. 140.
- (7) Idem, vers. 145. - (8) Libro de Contemplación, cap. 86.
Rogábale que ya que por sus culpas había convertido en criatura despreciable su humana naturaleza, le redujese a tal estado que por las obras pudiese alcanzar otra vez a ser tan noble como lo había sido por la creación (1): porque sin su auxilio y sin su amor temía perecer en el mar de sus culpas, como la nave combatida por la fuerza de las olas y la tempestad (2); con lágrimas en sus ojos le adoraba, le alababa y le bendecía, confiando en el auxilio con que conforta a los pecadores al emprender el camino de la penitencia (3); y pedíale que, así como armaba con la espada el brazo del caballero para defenderse de los enemigos, diera virtud y fuerza a su alma para defenderse de los suyos que sin cesar pugnaban para que le fuese infiel y desobediente (4). Decía que las sendas por donde se quiere encontrar a Dios son largas y peligrosas, llenas de consideraciones, lágrimas y suspiros: que para honrarle es necesario menospreciar el cuerpo y las riquezas, dejar las delicias del mundo y arrostrar la derision de las gentes: que le tenía sin consuelo la pérdida del tiempo pasado, porque era irreparable: que las vestiduras de su cuerpo eran de llanto y penalidades: que se entregaba a la soledad y agolpábanse pensamientos en su imaginación, lágrimas en sus ojos, y en su cuerpo aflicciones y ayunos: que volviendo a la compañía de las gentes, desamparábanle pensamientos, lloros y penas, quedando solo entre la muchedumbre: y que en el amante con pobres vestidos, desdeñado de los demás, pálido y macilento por los ayunos y vigilias, se ve la bendición y la bienaventuranza eterna (5). Tanto le consolaba la mortificación que llamábala fragancia de flores suaves; a lo cual añadía, que en los trabajos se encuentra la vida, la muerte en los placeres y en el martirio la gloria; y ensalzando los frutos de la mortificación, exclama: - Sembraba el amado en el corazón del amigo deseos, suspiros, virtudes y amores, y regábalos este con lágrimas: sembraba el amado en el cuerpo del amigo trabajos, tribulaciones y enfermedades, y el amigo sanaba con esperanza, devoción, paciencia y consuelo" (6).
(1) Libro de Contemplación, cap. 30. - (2) Idem, cap. 35. - (3) Idem, cap. 86. - (4) Idem, cap. 112. - (5) Libro del amigo y del amado, vers. 2, 11, 148, 151, 235, y 145. -
(6) Idem, vers. 58, 197, 4 y 96.
Raimundo vivió también completamente desprendido de lo terreno. Sin más norte que la voluntad divina, se mostraba indiferente a los caprichos de la suerte. Considerándose como peregrino en el mundo, no se dolía de los males que la adversidad hacinaba sobre su cabeza; no le tentó nunca la ambición de las humanas riquezas, ni suspiró jamás para que le fuese próspera la fortuna: antes al contrario, renunciando al bienestar y al sosiego que se le ofrecían, quiso ser necesitado y pobre, y consintió en pasar por todas las penurias de la indigencia, ya mendigando hospitalidad en sus largas peregrinaciones, ya arrostrando todas las privaciones y peligros imaginables. Así es que adquirió aquella resignación perseverante que le hacía exclamar, que entre los trabajos y los placeres que Dios le daba no conocía diferencia; que las penas y los goces se unían en él para ser una cosa misma en su voluntad; que no tenía otro albedrío que el de obedecer a su Criador, y que no teniendo poder en su voluntad no podía ser impaciente (1). A esto añadía que de la paciencia nace la paz, que no tenía por pobre, sino aquel que lo era de virtudes; y que las riquezas no consistían sino en las buenas costumbres y en la caridad (2).
Y considerándose rico en la posesión del afecto de Dios, decía que no anhelaba otra fortuna que los trabajos que por su amado padeciera, ni otro descanso que el desfallecimiento que su amor le ocasionaba; que su médico era la confianza que en Dios tenía puesta, y su maestro las significaciones que las criaturas le daban de su amado: y por último, exclamaba: - "Vestido estoy de vil sayal; mas el amor viste mi corazón de plácidos pensamientos (3)."
(1) Libro del amigo y del amado, vers. 7, 197, 221 y 222. - (2) Libro de los mil proverbios (provorbios), cap. 31, 50, 49 y 18. - (3) Libro del amigo y del amado, versículos 57 y 151.
De la oración a que por tan largas horas Raimundo se entregaba, decía que era nuncio veloz, diligente, sabio y fuerte entre Dios y el hombre; que quien ora está con Dios y Dios con él; que es la senda perdurable de la beatitud; que ella da al hombre sabiduría y fortaleza, amor y alegría, consuelo y resignación, diligencia y sobriedad, devoción y riqueza, contrición y castidad y todas las virtudes juntas, al paso que aleja del alma todos los vicios (1). La consideraba como el puerto de la salud y como la alegría de los tristes, añadiendo que ella es quien ahuyenta la muerte, inspira amor a los que amar no saben, lava y purifica las manchas del pecado y hace al hombre desprendido, elocuente, audaz y fuerte contra sus mortales enemigos; exalta la memoria, el entendimiento y la voluntad; impulsa al agradecimiento y a honrar y bendecir a Dios, amarle y servirle; proporciona la paz y la quietud, y da ánimo para emprender el bien y diligencia para evitar el mal; despierta el amor hacia los pobres, y es en fin la raíz, origen y ocasión de todos los bienes y perfecciones (2). Asegura que la oración tiene más poder que el infierno junto; que vale más que todos los bienes y las riquezas del orbe; y que es el consuelo más dulce del pecador (3). Y por último, dando a comprender hasta donde se elevaba su espíritu en la contemplación, exclama: - "La luz del aposento del amado vino a iluminar la estancia del amigo, alejando de ella las tinieblas y llenándola de placeres, deliquios y pensamientos de amor: y el amigo echó fuera de la estancia todas las cosas para que en ella descansase su amado (4)".
(1) Libro de Contemplación, cap. 360. - (2) Idem, idem. - (3) Libro de los mil proverbios, cap. 30. - (4) Libro del amigo y del amado. vers. 101.
En los escarnios y vilipendios de que su celo infatigable le hacía blanco, y en las bárbaras persecuciones de que muchas veces era víctima, daba muestras de la más bondadosa y pacífica tolerancia, hasta el punto de cantar con suavísimo plectro en medio de sus penalidades y trabajos: - "Los poderosos, los medianos y los pequeños se complacen en escarnecerme, y el amor, las lágrimas y los suspiros hacen languidecer mi corazón; mas al recordar el alma mía sus firmes propósitos, siente gozosa acrecer en sí su celo, su inteligencia y su voluntad, lo cual le hace siempre gozar en el santo servicio de Dios (1)." ¿Y cómo no había de estar adornado de esta tolerante suavidad quien amaba a su enemigo por la sola circunstancia de ser hechura del Todo-poderoso (2)?
La verdad fue siempre la estrella que le guió en sus hechos, y para que ella se propagara por todos los ámbitos del mundo, hizo el sacrificio de su bienestar y de su vida. Profesándole un culto constante, decía que ella no muere nunca; que quien la vende, vende a Dios; que constituye el mayor y más precioso tesoro; y que el Eterno ayuda a quien la defiende (3). De la conciencia, decía que punza el alma como la espina en el pie: de la devoción, que da llanto a los ojos y alegría al corazón; que si debilita el cuerpo, robustece el alma, que es la mayor enemiga de la culpa y el mejor amigo que es dable encontrar (4); y de la piedad que eleva en sí misma el amor y convierte el llanto en un raudal de dulzura (5). Decía que el consuelo no es nunca pobre, que no sabe amar quien no se consuela, y que no hay para que estar inconsolable como no sea por la pérdida de Dios (6). De la obediencia aseguraba que es compradora de voluntad: de la perseverancia que es camino que conduce a lo que se desea; y de la cortesía que os signo de amables pensamientos (7).
(1) Véase la oda inserta en el capítulo último del libro Blanquerna. - (2) Libro de los mil proverbios, cap. 12. - (3) Idem, cap. 19. - (4) Idem, cap. 29. - (5) Doctrina pueril, cap. 36. - (6) Idem, cap. 32. - (7) Idem, cap. 33, 36 y 37.
Inducía a su hijo con su elocuente ejemplo y su persuasiva palabra a ser limosnero para que se acostumbrase a esperar en Dios, a ser laborioso para alcanzar el bien inestimable de la salud, a ser obediente para no ser orgulloso, y a que hablase y tratase siempre con los ánimos nobles para adquirir audacia de noble corazón: y con toda la ternura de un padre añadía: - “Ten firmeza de ánimo, hijo mío, para que no hayas de arrepentirte; ten mesura en tus manos para que no seas pobre; escucha para oír, pregunta para saber, da para que después encuentres, cumple tus promesas para ser leal, mortifica tu voluntad para que no llegues a ser sospechoso, acuérdate de la muerte para que no te entregues a la codicia, ten siempre la verdad en tus labios para que no seas impúdico, ama la castidad para que tu alma sea cándida, sé temeroso para no perder la paz, y ten ardimiento para que no te prendan (1)."
Tanto como eran hermosos y vivos los colores con que Raimundo sabía pintar las virtudes y hacer agradables los sentimientos elevados y piadosos, eran terribles los rasgos con que anatematizaba los vicios y delineaba el abismo de la culpa y el mar revuelto de los desvíos humanos. Atacando la vida de los sentidos, exclamaba: - "Aspiró el amigo las flores y se acordó del hedor del rico avariento, del viejo concupiscente y del soberbio desagradecido: probó manjares dulces y encontró en ellos la amargura de los bienes temporales y la de la entrada y salida de este mundo: se entregó a los goces terrenos y apercibióse de lo fugaz de la existencia y del breve tránsito de la criatura sobre la tierra, y vino a su pensamiento el castigo eterno que ocasionan los materiales deleites; y de aquí el desprecio con que el amigo miraba todo goce sensual y mundano (2). Y mirando por último las cosas terrenas como medios, no de dar satisfacción y placer a sus sentidos, sino de elevar más su pensamiento hacia el Dios que las criara, cantaba en otro pasaje:
- “Preguntaron al amigo: ¿qué es el mundo? y respondía: Es un gran libro para los que en él saben leer. Preguntáronle si en él se encontraba al amado, y dijo que de igual manera que se encuentra el escritor en el libro. Y añadieron. ¿En quién está el libro? En el amado, respondió el amigo, porque en él se contienen todas las cosas, y así es que el mundo está en el amado y no el amado en el mundo (3)".
(1) Doctrina pueril, cap. 93. - (2) Libro del amigo y del amado, vers. 328. - (3) Idem, vers. 307.
Hubiéramos de ser más difusos de lo que conviene a nuestro propósito, si cuando los actos mismos de la agitada al par que laboriosa vida de Raimundo no nos demostrasen el sublime temple de aquella alma verdaderamente extraordinaria, nos hubiésemos de detener en delinearla al trasluz con los rasgos mismos que dejó esparcidos en tantos y tan variados volúmenes. Arraigada profundamente en el iluminado doctor la verdad santa del dogma cristiano, y teniendo siempre a Dios por centro de todas sus aspiraciones, a la honra y servicio de este y a la mayor exaltación de aquella consagraba sus facultades todas, conquistando por una parte con el poderío de su inteligencia los corazones a quienes no bastaba el heroico ejemplo que sus hechos ofrecían, y dando por otra a su siglo el doble espectáculo de la más alta y sublimada virtud y de la más inconmensurable sabiduría. Así, cuando consideramos en Raimundo Lulio al hombre y al sabio, no sabemos si debe sorprendernos más el conjunto de los hechos de su vida heroica y de continuada abnegación y sacrificio, o el parto prodigioso de su vastísima inteligencia.
Si correspondiesen nuestras fuerzas al entusiasmo y admiración que el genio del gran Lulio nos produce, hubiéramos ensayado dar siquiera una idea aunque breve de la ciencia de tan célebre como quizás mal juzgado maestro; mas el círculo inmenso que abarcó su saber, y el tacto, detenimiento y profundísima comprensión que para ello se requiere, cuando no fuese el fin concreto y limitado que nos hemos propuesto, nos harían desistir de semejante empresa; si bien juzgamos harto necesaria ya una razonada y digna vindicación de los inmerecidos ataques de que ha sido objeto la doctrina del insigne mártir, unida a una sencilla y fundada exposición de lo que acaso tenga de apasionado y fanático el encomio que sus apologistas han hecho hasta de los defectos de que su sistema adolece. Quizás de un concienzudo análisis de las extensas obras de Raimundo, vendríamos a deducir que ni uno ni otro bando ha juzgado sin pasión, y que si por una parte llegara el encono hasta el extremo de suponer a Lulio autor de proposiciones heréticas y absurdas, y de permitirse adulterar y tergiversar los originales textos que se buscaban como comprobantes de sus asertos, se ha pecado por la otra por el lado opuesto de considerarle como infalible en sus opiniones. Pero en honor de la verdad sea dicho, en los encomiadores y apologistas de Lulio generalmente hemos observado un indisputable conocimiento del sistema sobre que discuten, al paso que no pocas veces en las diatribas de sus adversarios, vemos inexactitudes e inconsecuencias de tanto bulto, que más presuponen el espíritu de secta o de escuela, que un estudio profundo de los escritos del maestro cuyo mérito tratan de anular.
Pocos autores ha habido quizás en el mundo con más ligereza y encarnizamiento censurados. A veces la lectura de uno solo de los compendios del esclarecido doctor, ha sido suficiente para que críticos, que en otras ocasiones dieran pruebas de sensatez y excelente juicio, se hayan creído autorizados para fulminar el anatema sobre la generalidad del arte de Raimundo; cuando los varones más doctos en la ciencia luliana aseguran y con mucha razón, que no es posible formarse una idea exacta y cabal de semejante sistema, sin el estudio detenido de las extensas obras de su autor que vienen a formar como su gran comentario; y menos todavía sin un conocimiento perfecto del particular lenguaje que creó y adoptó para desenvolverle. Así pues, muy frecuentemente, en los pasajes de difícil comprensión o de harta sutileza, han preferido sus adversarios ver más bien embrollados dislates que entretenerse en desentrañar o sondear el hondo pensamiento del filósofo, al mismo tiempo que sus admiradores se han valido de su misma oscuridad para dar a sus ideas más visos de profunda. De todos modos, ni los primeros habían de haber olvidado en sus apreciaciones, que nunca el hombre, por muy elevado que sea su entendimiento, deja de pagar un tributo al carácter, circunstancias y preocupaciones de su siglo, ni los segundos de que no hay sistema humano que no esté sujeto a errores crasos que una generación más adelantada llegue después a conocer y señalar.
Lulio apareció en el mundo literario en la época de los mayores delirios de la escolástica; época en que la argumentación dialéctica y las aristotélicas sutilezas estaban entronizadas en todas las clases, y en que triunfaban hasta de la misma verdad la sofistería lógica y las cabilaciones de la metafísica; época en fin en que, según expresión de Condillac, las escuelas no eran sino torneos, en los que la gloria estaba en el disputar y vencer a trueque de ensalzar el error. En medio de esta baraúnda de la ciencia, y satisfaciendo su ardiente sed de saber en el abundante manantial de los autores arábigos que le apasionaron a sus misteriosas combinaciones y a la cábala, amén de la astrología y de la química, y que le condujeron también a toda la sutileza del escolasticismo, nada tiene de extraño que su entendimiento, aunque de suyo claro y penetrante, se inficionase con los defectos de su época, y que en el afán de hacerse invencible en la argumentación o en la polémica, su vigorosa y rica imaginación buscase y concibiese aquel instrumento universal de la ciencia, que si no en todos los casos podía dar satisfactoria solución a las cuestiones que se propusiesen, coordinaba al menos, robustecía y facilitaba las diferentes operaciones de la inteligencia, y subministraba palabras y conceptos para discurrir sobre ellas sin salir del rigorismo de la lógica que era a la sazón el arte supremo.
No seremos nosotros empero quienes nos convirtamos en ciegos apologistas del arte de Raimundo, ni en obcecados detractores de su admirable disposición. Creemos un delirio reducir el entendimiento humano a semejante mecanismo, pero no nos cabe duda de que, con ayuda de su invención brotaron de la mente de Raimundo principios fecundos en resultados, ideas grandes y luminosas, que si bien no han sido estudiadas como merecen, no han podido menos de llamar la atención de grandes pensadores (1): y vivimos en la persuasión de que si se procediera al estudio analítico de los escritos del insigne mártir, prescindiéndose de la forma y del espíritu escolástico que reina en muchos de ellos, y dejándose a un lado los errores científicos y las varias creencias y preocupaciones propias de la época, no se vacilara en conceder a Raimundo Lulio uno de los primeros puestos entre los hombres que más han influido en la marcha progresiva de la humanidad.
(1) Entre los filósofos y sabios modernos que han estudiado con muchísimo aprecio y veneración varios tratados de Lulio, merecen especial mención Leibnitz, Boherave, Hoffman y algunos otros.
Sin embargo, no se negará que alzándose en atrevido vuelo a una altura que nadie antes que él había osado trepar, fiado únicamente en sus propias y gigantescas fuerzas, y abarcando la ciencia, no por partes, sino formando un todo indivisible, puso, para admiración de los siglos posteriores, los vastos cimientos de una enciclopedia; y que cultivando a fondo todos los ramos de la inteligencia humana, dejó consignados sobre cada uno de ellos descubrimientos importantísimos, máximas imperecederas o ideas generales, cuyo sello de grandeza envidiaran sin duda hasta los primeros sabios de nuestros tiempos.
La teología o sea la verdad absoluta, era la cima a que le conducían de grada en grada, como al Dante, todas las demás ciencias; y en tan inmenso campo admira verle recorrer con firme y seguro paso y con su extraordinaria fuerza de pensamiento, los incomprensibles misterios de nuestro dogma, hasta el de la Concepción inmaculada de la Virgen María, cuya reciente declaración ha venido a ser un triunfo póstumo para tan consumado teólogo. Y la copia de luz con que discurre en largos tratados sobre los artículos de la fé católica, y las célebres disputas con los averroístas, con los judíos, con los sarracenos y con todos los cismáticos y herejes de su tiempo, demuestran el caudal de ciencia teológica que atesoraba, cuan a fondo comprendía su entendimiento el espíritu de cada secta en particular, y cuan adiestrado había de estar en la polémica para sacar incólume y triunfante el catolicismo de la contundente argumentación de sus adversarios (1). (1) Es inmenso el número de obras teológicas que nos ha dejado Lulio, pues además de las que van enumeradas en la relación biográfica que hemos trazado, hay muchísimas otras que, por no constarnos la época en que el autor las escribió, no las comprendemos en la expresada relación. El curioso que desee enterarse del largo catálogo que forman las obras de Lulio, podra verlo en la Biblioteca antigua de D. Nicolás Antonio y en la edición que de varios tratados de Raimundo, publicó en Valencia en el año 1515 Alfonso de Proaza y dedicó al cardenal Ximenez de Cisneros.
Como escritor místico se elevó Raimundo a una altura que pocos han podido alcanzar. Dotado de un alma superlativamente contemplativa y dada al ascetismo, no podía mirar y discurrir sobre el orden majestuoso del universo o sobre las maravillas del mundo, sin abismarse con íntimo y poético trasporte en la más profunda y devota meditación: así es, que hasta en sus obras científicas no pocas veces le vemos levantarse en alas de su inspiración sagrada a las regiones más encumbradas del misticismo. El gran tratado de Contemplación, el precioso opúsculo de Oraciones y contemplaciones, el de Alabanzas a la Virgen María, el del Nacimiento del niño Jesús, el devocionario que escribió para los reyes de Aragón, algunas de sus poesías, y el nunca bastantemente celebrado cántico del Amigo y del Amado, son otros tantos testimonios de la superioridad de su talento en la literatura mística, que le colocan en la esfera de San Juan de la Cruz, de Fr. Luis de León, y de Santa Teresa.
Raimundo Lulio brilla también con viva luz como maestro en la predicación. Su Arte magna de predicar que contiene un número crecido de sermones, es un excelente tratado, que si no se hace notar por su elocuencia, es provechoso por el orden y buen método con que trata de todas las materias predicables; a cuyo libro pueden añadirse los Sermones sobre los diez preceptos, el tratado sobre el Padre nuestro, el del Ave María y otros.
En la jurisprudencia tuvo miras metódicas y elevadas que le ponen en un lugar distinguido entre los juristas de su tiempo; y nos persuadimos de que las obras que sobre la materia dejó escritas acrecentaran su fama como maestro en la ciencia de la justicia, si fuesen aquellas más leídas y analizadas; así como sus tratados sobre la medicina, tanto en su parte especulativa como en sus operaciones prácticas, le han valido altísimos elogios de eminentes profesores así antiguos como modernos que en su estudio se han detenido, considerándole no sólo como un consumado maestro en este ramo del saber humano, sino como uno de los escritores a quienes la ciencia debe importantes descubrimientos y señalados servicios. Sus Principios sobre el derecho, su Ars juris, su Derecho natural, su Arte de aplicar la nueva lógica al derecho y a la medicina; y por otra parte los libros titulados Principios de la medicina, de la Levedad y peso de los elementos, de la Región de la salud y de las enfermedades, el tratado sobre la Fiebre, el de la Medicina teórica y práctica, el Arte curatoria y otros muchos, bastan para conocer lo que se distinguió como jurisperito y como médico.
En la filosofía fue incomparable, dejando en su dilatado campo rayos de clarísima luz. En efecto, la lógica y la metafísica fueron tratadas por su fecunda pluma bajo un sistema nuevo y exclusivamente suyo. Sus libros de moral, entre los cuales van comprendidos el Félix de las maravillas del mundo, el Arte de confesar, el del Régimen de los príncipes, el del Orden de caballería, el otro del Orden clerical, el de los Proverbios y el Blanquerna, le ponen al lado de los primeros moralistas que haya tenido el mundo. Con respecto a la física, mientras los escolásticos divagaban en cuestiones embrolladas y estériles, es notabilísimo ver a Lulio establecer sobre la observación y la experiencia el estudio de la naturaleza, y entrar con toda la fuerza de su saber en las más profundas investigaciones sobre las causas de los fenómenos naturales, y extenderse en juiciosas observaciones sobre la electricidad y el magnetismo; hablando ya en su libro de Contemplación, escrito más de treinta años antes que Flavio Gioja perfeccionase la brújula con la rosa náutica, y en otras muchas obras, de la dirección polar de la aguja tacta á magnete; y tratando de este asunto, antes que otro lo hiciese, de una manera verdaderamente científica (1).
(1) Véanse sobre el particular las disertaciones sobre el descubrimiento de la aguja náutica que publicó en Madrid en 1793 el P. Antonio Raimundo Pascual, monje cisterciense. Como matemático y astrónomo es sin disputa de los primeros de su tiempo, y son dignos de ser estudiados sus especiales tratados sobre estas materias, entre los que se notan la Geometría nueva, la Geometría magna, el Arte de la aritmética, la Astronomía nueva, el libro sobre los Planetas y otros muchos, sin contar lo que dejó esparcido con referencia a las mismas, en las obras que se ocupan del Arte general. Y por último la química es quizás el mejor título de la gloria y la inmortalidad de Raimundo. Impulsado al estudio y a las operaciones de esta ciencia por su contemporáneo Arnaldo de Vilanova, durante la permanencia de ambos en Nápoles, hacia el año de 1293, y aficionado a la misma por la lectura de Geber y otros alquimistas árabes, pudo colocarse en mejor lugar tal vez que su propio maestro y que cuantos le habían precedido. Bajo este punto de vista, que es indudablemente el en que ha sido más y mejor estudiado por los extranjeros, Lulio aparece como una gran figura, pues mucho es lo que la ciencia le debe en sentir de todos. El descubrimiento del ácido nítrico, de cuyo reactivo describe la preparación, las importantes observaciones sobre el aguardiente, sobre las sales y sobre la calcinación y la destilación, y los experimentos notables que dejó consignados en sus escritos, son hechos que le acreditan como el primer químico de su tiempo. El célebre Boherave le cita como uno de los que mejor han explicado la índole de los cuerpos naturales; y para concluir trascribiremos lo que estampa un autor francés al hacerse cargo de los conocimientos de nuestro autor en el ramo que nos ocupa. - "Citaré entre otras, dice, dos ideas generales que son sorprendentes. La ciencia tendía en aquella época a buscar la quinta esencia en todas las materias, que era una especie de principio sutil, ajeno de toda mezcla, y arquitipo (arquetipo), por decirlo así, del cuerpo que representa y del cual posee todas las propiedades o las virtudes, según la expresión de aquel tiempo, en una intensidad absoluta. Raimundo Lulio buscó esta quinta esencia ontológica en todos los cuerpos, no sólo en los minerales, sino en los vegetales y animales. Curioso es ver como la ciencia actual aplica en pequeño, en sus terapéuticas aplicaciones de la química vegetal-animal, la idea fecunda, aunque quimérica, que la ciencia del siglo XIII, tan poética en su cuna, se creía en estado de aplicar desde luego al conjunto de los fenómenos de la naturaleza. Nada más parecido a la quinta esencia de Raimundo Lulio, que esas modernas operaciones de la química farmacéutica, que anda buscando la morfina en el opio, la quinina en la quina, el yodo en las plantas marinas, etc., como arquetipos que encierran en muy pequeño volumen las más visibles propiedades y las acciones más intensas." - "Otra idea hay de Raimundo Lulio que no es menos notable. De algunos pasajes, quizás algo difusos y algún tanto oscuros, se puede inferir claramente que según él la forma es la cualidad más esencial de la materia, y que ella influye mucho en la composición química. La ciencia actual no está acorde con esto; mas de cada día alcanza resultados que no dejan de tener alguna analogía con la opinión de Lulio. Hace ya mucho tiempo que los fisiologistas han notado, que en la organización el elemento de la forma tiene más importancia que el de la composición, cosa que se comprende muy fácilmente: basta en efecto considerar cuan poco varía en cada especie la forma vegetal o animal, por muchas que sean las modificaciones a que se ve sometido el ser organizado según el clima, la estación, la alimentación, el aire y demás circunstancias que influyen sobre la composición química. Un hecho análogo se observa en la química mineral. Se sabe en efecto que el cristal de una sal, por ejemplo, de forma determinada, persiste en ella en muchos casos, aun cuando vaya mezclada con otras sustancias análogas y aunque sean estas a veces en porción bastante considerable. La nueva teoría de las sustituciones, introducida recientemente en la química, da también este singular resultado: en una composición de muchas sustancias puede un cuerpo en cierta manera ser sustituido por su análogo, sin que las propiedades físicas y químicas de la composición se alteren en lo más mínimo (1)."
(1) Delecluze. Revue des deux mondes. Nov. De *1840.
Raimundo Lulio ocupa también un puesto muy distinguido en la ciencia de la estrategia (estratéjia) militar, y en la de la navegación. Para convencerse de sus admirables disposiciones en la primera, no hay sino leer su libro sobre la Conquista del Santo Sepulcro y otro sobre el mismo objeto que intituló del Fin; y prueba son de sus inmensos conocimientos en la segunda y de los sólidos principios en que fundaba el estudio de la náutica, lo que dejó sentado en varias de sus obras, y entre ellas en su Geometría y en su Arte general última, ya que su precioso libro titulado Arte de navegar desgraciadamente se ha perdido. El acierto con que discurre, estudiando prácticamente sobre los terrenos, acerca del modo como había de operar un ejército para apoderarse de la Siria, es digno de los mejores y más experimentados capitanes; y en cuanto a los conocimientos náuticos de Lulio, bastará que trascribamos lo que manifiesta en una de sus excelentes memorias el concienzudo escritor D. Martín Fernández de Navarrete.
- "Para evitar o minorar en lo sucesivo tales acontecimientos, reduciendo a un sistema de doctrina náutica las prácticas usadas y las observaciones hechas por los marinos de levante y del océano, combinándolas con los principios de las ciencias exactas, especialmente de la astronomía, que tanto habían cultivado los árabes y rabinos españoles, escribió el portentoso Raimundo Lulio varios tratados científicos, y entre ellos un Arte de navegar, que citan D. Nicolás Antonio y otros escritores. Si esta obra hubiese llegado a nuestros días, pudiéramos examinar y conocer el método con que trató ciertos puntos fundamentales de la navegación, o averiguar si acaso fue un mero recopilador de lo que dejaron escrito los antiguos. Pero juzgando por la doctrina que vertió en otras misceláneas y matemáticas, no podemos dejar de admirar los sólidos principios en que fundaba el estudio de la náutica. En una de ellas, publicada en 1286, trató de los vientos y de las causas que los producen: en otra del año 1295, dio excelentes documentos sobre la necesidad que tenía el marinero de considerar el tiempo para navegar, los puertos a donde debía refugiarse, y sobre la estrella y el imán, los rumbos y distancias que andaba, y finalmente sobre cuanto correspondía a su profesión. Dijo en su Geometría, que de ella depende la náutica, y entre sus figuras se nota un astrolabio para conocer las horas de la noche, que dice es de mucha utilidad para los navegantes; y en su Arte general última, no sólo puso un compendio de ciertas instrucciones para que los marineros ejecutasen con arte lo que obraban por pura rutina y experiencia, sino que trató expresamente de la navegación (1), sentando que desciende y procede de la geometría y aritmética; y en comprobación de ello traza una figura dividida en cuatro triángulos y constituida en ángulos rectos, agudos y obtusos a semejanza de los quartieres, que hoy sirven tanto para la práctica de la navegación, declarando por medio de esta invención, cuanto anda una nave según el viento que sopla y el rumbo que sigue respecto a los cuatro puntos cardinales, de lo cual deduce el lugar o paraje del mar en que se halla a una hora o momento determinado; y trata además en aquella obra, de los vientos y de las señales para pronosticar su dirección.
(1) Ars generalis ultima, obra que empezó en 1305 y acabó en 1308, part. X, cap. 14, art. 96 De navigatione.
Si por esta muestra y otras semejantes que ofrecen los voluminosos escritos de Lulio, hemos de juzgar del mérito de su tratado de náutica y de sus conocimientos en esta materia con relación a su siglo, no podremos menos de maravillarnos de su instrucción cuasi universal, de su ingenio original y penetrante, y de su talento vasto y combinador en descubrir las relaciones que tienen entre sí todas las ciencias y aplicarlas recíproca y oportunamente para dar un impulso favorable a sus adelantamientos y facilitar los métodos de su enseñanza (1).
(1) Nicol. Ant. Bibl. vet., tom. II, pág. 122 y sig. - Pascual, Aguja náutica, pag. 5, SS. 1, 3 y 4. - Fr. Bartolomé Fornés, Apolog. contra Feijóo, Dist. 3, c. 6.
De aquí puede inferirse naturalmente que si el primer tratado de náutica en la media edad se debe a un español, fue también consecuencia de lo mucho que este peregrinó entre las naciones de Europa, Asia y África, con motivo de promover las cruzadas; cuyas expediciones anteriores, fomentando la navegación e ilustrando la geografía, al paso que multiplicaron los intereses y las relaciones de los pueblos entre sí, hicieron también recíprocos sus conocimientos, principalmente los que se dirigían a facilitar más estas comunicaciones por mar, disminuyendo los riesgos y peligros que la ignorancia hacía tan comunes y repetidos."
Contra los que cultivaban la astrología judiciaria y la nigromancia, escribió Lulio también excelentes tratados, siendo de notar lo que en el tantas veces citado cántico del Amigo y del amado expresa con referencia al particular, para confusión de los que confundiendo al filósofo con el impío escritor de su tiempo llamado Raimundo de Tárraga, le han supuesto autor de las heréticas blasfemias que este estampó en sus libros. - "Encontró el amigo, dice, a un astrólogo adivino, y preguntóle qué cosa era su astrología; a lo que contestó que era ciencia que enseñaba a leer el porvenir. Errado vas, le replicó el amigo, que lo que tú dices no es sino engaño, ciencia de fingidos, fatídicos y mentirosos profetas, que infaman la obra del soberano maestro; ciencia reprobada por la providencia de mi amado, que promete dar el bien y no el mal con que aquella amenaza.” - “Con altas voces iba el amigo diciendo: ¡Oh qué vanos son muchos hombres que se dejan dominar por la curiosidad y la presunción! Por la curiosidad caen en la mayor de las impiedades, abusando del nombre de Dios, invocando con encantos y deprecaciones los espíritus malos, y profanando las cosas santas con caracteres, figuras e imágenes: por la presunción se han esparcido tantos errores como hay en el mundo. Con vivas lágrimas lloró el amigo las muchas injurias que cometen los hombres contra su amado (1)".
(1) Libro del Amigo y del amado, vers. 347 y 348.
En las letras fue también Raimundo notabilísimo. Además de sus varias obras sobre gramática que le acreditan de muy sabio en el arte, como preceptor o humanista escribió un libro de Retórica, que ha sido muy encomiado por los inteligentes; al paso que su estilo es puro, y su dicción expresiva y elegante, quedando sin disputa el primer hablista lemosín entre sus contemporáneos. La ignorancia de muchos que sin antecedentes se han creído bastantemente autorizados para tratar a su manera del gran maestro, ha tachado de bárbaro el latín de sus obras; mas tales críticos debían haber tenido presente que es muy dudoso que Lulio escribiese en latín ninguno de sus libros, y que el defecto que le censuran no es suyo, sino de sus traductores, que no daban en escribir muy correctamente el idioma de Marco Tulio en la época de su mayor corrupción.
Por último, hasta en la música fue Raimundo en extremo hábil y perito tratando de ella con la ciencia y fijeza con que discurría siempre sobre todos los ramos de la inteligencia. Varias son las obras en que se ocupó, aunque no exclusivamente, de este arte delicioso, y mucho nos engañamos si no es de su mano el excelente libro manuscrito titulado Arte de cantar, que hemos tenido ocasión de ver, aunque no le encontramos continuado en ninguno de los largos catálogos de las obras de nuestro autor.
No acabaríamos nunca si hubiésemos de hacer mención expresa de todo lo que fue objeto de los profundos estudios o de las continuas meditaciones de Raimundo. Ninguna ciencia humana de las que estaban al alcance de su época, dejó de encontrar su lugar en el gran círculo que abarcaba su genio; ningún fenómeno de los que se presentaron a su siglo con el incentivo de la novedad, dejó de ser objeto de las hondas investigaciones del gran filósofo. Su talento eminentemente combinador y universal forma época en la historia del progreso humano. La fecundidad de su pluma asombra, como asombran los numerosos viajes que emprendió, las multiplicadas aventuras que le acontecieron, las continuas diligencias que hizo para la realización de sus santos proyectos, y las predicaciones asiduas que llevaba a cabo para la conversión de los infieles. Un hombre de grande ingenio con dos siglos de existencia no hubiera podido hacer lo que Lulio en los cincuenta años que mediaron desde su conversión hasta su glorioso martirio. Con la relación sola de su vida podría haber llenado volúmenes enteros; sus escritos forman diez tomos de gran tamaño en la edición moguntina, ordenada desde 1721 hasta 1749 por su admirador el esclarecido Ibo Zalzinger, si bien ella no llega a comprender la mitad de las obras de Raimundo. Muchos tratados permanecen todavía inéditos, otros se han perdido por desgracia de la ciencia y de las letras.
Además de tanta inteligencia, tan vasto saber, y tantas virtudes juntas, reunía Raimundo una fuerza de ánimo invencible que le hacía arrostrar todas las dificultades para la divulgación y enseñanza de su Arte que consideraba como destinado a entronizar la verdad en todos los ámbitos del mundo, y triunfar de todos sus adversarios. Y con esa firmeza, a la que se unía la novedad que su sistema ofrecía, logró que el orbe todo se llenara al punto de su ciencia, de su doctrina y de su nombre. Mas no se contentaba solamente con el fruto que podía dar la propagación de su sistema en las escuelas, sino que para estirpar los errores que se multiplicaban en el mundo en medio del cual vivía, ofreció por una parte a la Santa Sede y al colegio de cardenales su Arte general, y emprendió por otra largos viajes para desempeñar el más penoso apostolado. En medio de estas tareas no olvidaba el negocio de la conquista de los Santos Lugares, que fue el pensamiento que a todas horas le dominaba, y para cuyo objeto agotó todos los recursos de su pluma y todo el tesoro de su infinita paciencia, ya trazando planes y proyectos para facilitar la empresa, ya interesando en ella a los grandes poderes de la tierra; y si unas veces logró el placer de ser escuchado y en parte secundado en sus miras, otras tuvo que sufrir con toda la resignación de un cristiano la mofa y el desprecio en recompensa de sus laudables afanes. ¡Cuánto hubiera cambiado quizás la faz del mundo a haberse llevado a feliz término los vastos proyectos del gran pensador de su siglo! ¡Y cuántos beneficios no hubiera reportado con ello la causa del catolicismo! Mas Raimundo halló tibios a sus contemporáneos, y sus exhortaciones se estrellaron contra la irresistible fuerza de las circunstancias que le fueron siempre adversas.
Aunque fue mucho empero el celo y la firmeza con quo Lulio ponía en ejecución sus ideas, duélenos tener que confesarlo, no anduvo siempre acertado en los medios que escojitaba para llevarlas adelante, ni eran siempre tan oportunas como convenía. Y no dejó de contribuir ciertamente a esta falta de tacto con que en determinadas ocasiones procediera, atención que prestaba por desgracia a los acontecimientos políticos de su tiempo, en los cuales no se instruía lo bastante, extraño como se mantuvo siempre a toda asociación civil o religiosa, y ocupado como estaba tan asiduamente en sus estudios y combinaciones científicas.
Mas en vano se han levantado envidiosos contra la santidad y heroísmo de la vida del eminente mártir, y contra la doctrina del célebre filósofo. En vano el vehemente y bilioso inquisidor Nicolás de Aymerich, que hubo de ser expulsado del reino de Aragón por sus demasías, lanzó contra Lulio las diatribas más furibundas, tildando de heréticas muchas de sus máximas que adulteraba a su antojo, y suponiendo condenados sus libros por una bula pontificia cuya autenticidad no pudo nunca justificar; la fama del mártir ha quedado ilesa, y los merecidos elogios que de sus actos y de su ciencia han hecho millares de sabios, son un elocuente, y magnífico contrapeso a las decepciones que solo la ponzoña de las malas pasiones ha podido dictar contra el más celoso de los apóstoles у el más esclarecido de los sabios de la edad media, radiante sol en la ciencia y espejo purísimo de todas las virtudes.
III.
Los que suponen, para dar al hecho más visos de sobrenatural, que Raimundo Lulio después de su conversión, así como pasó desde la vida sensual y mundana a la espiritual y contemplativa, desde la vanidad y los devaneos a la virtud más sublimada, pasó también de la ignorancia al grado de la más alta sabiduría, cometen un error harto visible. No es justo que el afán de hacer ver que la gloriosa era de su sabiduría empezó por un milagro, así como la de su libertinaje había acabado por un desengaño, haya de apartar nuestros ojos de los testimonios que el mismo Raimundo nos da de lo que fuera él durante su vida cortesana y caballeresca. Si su inteligencia apareció como iluminada prodigiosamente por un destello de clara luz, no es que el sacro fuego no estuviese depositado en el fondo de su alma grande, creada para altísimos fines, sino que su ardor permanecía como extinguido bajo el peso de su misma degradación moral, y ahogado al parecer por la indómita carne que le envolvía. ¡Qué mucho pues que al recibir el doble y continuo incentivo de la contemplación y del estudio, no radiase en poco tiempo y se convirtiese en una antorcha de claridad vivísima y deslumbrante!
Raimundo, además de nacer con el privilegio del genio estampado en su frente, recibió una educación la más esmerada que en aquellos tiempos podía apetecerse, al lado de la nobleza y entre los más altos príncipes de la época: y si bien a las armas se había propuesto consagrar toda su existencia, no por eso dejó de alternar en este noble ejercicio con el de las letras, para ser más tarde un caballero tan apto para defender a su patria con su brazo, como para aconsejar a su rey con su saber. A pesar de lo independiente de su carácter y de lo indómito de sus pasiones, contra las cuales, según el mismo manifiesta, no bastaban palabras ni astucias, castigos ni halagos, el joven Raimundo se hizo uno de los donceles de más inteligencia y talento de la corte aragonesa. La instrucción en los negocios de estado, el conocimiento de la índole, usos y costumbres de los pueblos, el arte de la guerra, la política, la cosmografía, la historia y las letras, venían a formar los más bellos adornos de su espíritu, en términos de que por lo claro de su entendimiento tanto quizás como por su hidalguía, y por los servicios que prestara su padre al rey Don Jaime el Conquistador en sus bélicas expediciones, le escogió este de entre la muchedumbre que formaba la nobleza de su reino, para senescal de su hijo el príncipe Don Jaime, más tarde rey de Mallorca.
Tan alto y distinguido empleo no era a la verdad propio de sus juveniles años, pero lo que le sobraba en talento suplía lo que en años le faltaba; y tan a gusto de su señor desempeñó en palacio su cometido, que conquistó enteramente su afecto y se granjeó por do quiera las más vivas simpatías. Tratando con los más altos y distinguidos personajes adquiría mayor experiencia, así como en los viajes en que acompañaba a su príncipe se hacía con mayor instrucción. Por eso en los comienzos de su vida contemplativa pudo escribir aquellos preciosos y ya citados libros sobre el Régimen de príncipes y del Orden de caballería, y más tarde su Arte política que cita Alfonso de Proaza en su catálogo de las obras de Lulio, fruto de su experiencia y de sus observaciones durante su existencia palaciega.
Una de las tareas literarias empero que más ocupaban los ocios de su brillante juventud, fue el dulce estudio de la poesía. Aspirando al título de trovador, con que se habían honrado hasta los Alfonsos y los Pedros de Aragón, y que tanto había ennoblecido desde antiguo la protección que los Berengueres de Barcelona dispensaron a la gaya ciencia, poco costó sin duda a su rica imaginación hacerse el mejor lugar entre los que ocupaban entonces la atención general. Y el aura popular de que le rodeara la viveza de su ingenio y la gracia de sus trovas, haciéndole objeto del amor de las damas y del respeto de los caballeros, fue quizás lo que contribuyó a que despertase su corazón a los malos instintos de la vanidad у a que se rindiese a las seducciones de la vida galante y sensual que acabaron por conducirle a los mayores extravíos.
Mas aunque después, tal vez a pesar suyo, hubo de abandonar la corte aragonesa que tantos incentivos ofrecía a su espíritu, para pasar a Mallorca con el infante Don Jaime a quien servía; ni la vista de su nativo suelo, ni el reposo a que la pacífica isla le brindaba, pudieron desviarle de la existencia inquieta y aventurera a que se había lanzado. Sus devaneos se hicieron públicos, sus amoríos llegaron al escándalo y sus compatricios no veían ya en él sino a un loco disipado a quien la providencia había concedido un talento que deplorablemente malograba. Así como en Barcelona la emulación y la sed de gloria literaria le dictaron tal vez más de un lais para aspirar a la violeta de oro que en premio se ofrecía en los poéticos certámenes al que mejor rimaba, en Mallorca destinó solamente el habla divina de la poesía con que el cielo le dotara, para cantar por las noches lánguidos suspiros de amor bajo la reja de desdeñosa doncella, o para insinuar con la magia de su poder en el alma de cándidas vírgenes el sensualismo que le estaba devorando.
Por desgracia de las letras mallorquinas estos rasgos de la pluma juvenil de Raimundo se han perdido. Toda aquella vida de exaltación y de amorosa fiebre, de quejas y suspiros, de temores y desdenes, de exigencias y reproches, de placeres y orgías que estampaba en el papel en armoniosas consonancias el más ardiente y mejor hablista de los trovadores lemosines de su época, ha quedado envuelta en las tinieblas de los siglos; o quizás las aniquiló el remordimiento del poeta sin dejar de ellas rastro alguno, al aniquilar en su propio corazón hasta el más mínimo rastro de sensación mundana y de profano sentimiento. Ay! ¿Quién pudiera tener en sus manos uno solo de aquellos inspirados cantares del amante trovador, una sola de las concepciones poéticas que trazara aquella imaginación poderosa, aquella alma de fuego, cuando concentrada toda en el amor, por el amor vivía, por el amor deliraba y de amor enloquecía! ¡Quién pudiera tener en sus manos aquel precioso romance que, en medio del despecho amoroso que le produjera el más terrible de los desengaños, escribía para dar salida a los sollozos de su corazón dilacerado, poco antes de representarse a sus abrasados ojos la figura del Redentor, para que tras él emprendiese el camino de la virtud! ¡Quién pudiera fijar una mirada sobre aquellos sentidos versos con que se despedía de un amor que tan cruelmente le había desengañado, y de la idolatrada hermosura que de tan terrible manera le había hecho comprender lo falaz y miserable de los placeres del mundo (1)!
Ni una canción siquiera de las que escribió Lulio durante su existencia de corte ha llegado a nuestros días; y si el autor coetáneo de su vida y el poeta mismo en varios pasajes de sus obras no nos dijese que en escribirlas se ocupó mucho durante su extraviada juventud, creyéramos sin duda que su afición a la rima y su arte en manejarla, fue uno de tantos resultados que alcanzó su entendimiento luego de entregarse a la contemplación y al estudio.
(1) Hay divergencia entre los biógrafos de Lulio acerca el nombre de la bellísima genovesa que tan amorosamente perdido tenía a Raimundo, y que en tan gran manera contribuyó a su conversión, haciéndole ver la repugnante enfermedad que corroía su seno, y mostrándole que solo lo eternamente bello e incorruptible era digno de ser amado. Leonora es el nombre que unos dan a tan interesante hermosura; otros, y entre ellos Solerio, asegura que se llamaba Ambrosia del Castello.
Sin embargo ha habido biógrafos estrangeros que han trascrito una versión, sino del poético billete con que Raimundo declaraba a su dama la pasión que le devoraba, de la contestación que la bella hizo llegar a sus manos. He aquí como cuenta uno de dichos biógrafos la singular aventura. - “Costumbre era entre los poetas catalanes celebrar en sus versos la belleza, objeto de su adoración. En una trova que Raimundo Lulio dirigió a Ambrosia, hizo grande elogio del seno de la hermosa dama, pintando la admiración y el ardiente amor que le inspiraba. La trova no ha llegado a nuestros tiempos, pero sí la contestación de Ambrosia, cuya lectura ofrece algún interes. "Señor, dice, los versos que me habéis dirigido, si bien demuestran la excelencia de vuestro espíritu, hacen ver al mismo tiempo el error, cuando no la debilidad de vuestro juicio. No es extraño que pintéis con tan vívidos colores la hermosura, cuando sabéis embellecer aun la fealdad misma. Mas ¿cómo consentís en serviros de vuestro divino ingenio para prodigar alabanzas a un poco de arcilla coloreada con el tinte de la rosa? Emplear debierais toda vuestra habilidad en ahogar el amor que os consume en vez de declararle. No es que no os considere digno del aprecio de las damas más distinguidas, mas sin duda desmereceríais mucho ante ellas si persistiéseis en servir a la menor de todas. Así, no es regular que un alma esclarecida como la vuestra, creada únicamente para Dios, se ciegue hasta el extremo de adorar una criatura. Olvidad, pues, una pasión que degrada vuestra nobleza, y no expongáis por tan poco vuestra reputación: que si continuáis en tan loco empeño me veré en la necesidad de desengañaros, haciéndoos ver que lo que forma el objeto de vuestro entusiasmo no debe serlo sino de vuestra aversión. Me decís en vuestros versos que mi seno os ha flechado el corazón! Bien, yo convengo en descubríroslo para curar vuestra llaga. Mas en el ínterin podéis estar seguro de que os tengo tanto amor, como aparento no amaros." Raimundo Lulio, como amante, interpretó estas líneas enigmáticas en favor de su pasión, y se enamoró más locamente de Ambrosia. Seguíala a todas horas, y tal era su frenético afán de verla, que un día cabalgando Raimundo por la plaza mayor de Palma, en el momento mismo en que Ambrosia se dirigía a la catedral, llevado de su ciega pasión la siguió montado hasta el interior del templo. Aunque esta extravagancia fue objeto de burla y de muchos comentarios en toda la ciudad, Raimundo llevó a tal extremo su indiscreción, que la dama, que en lo que menos pensaba era en tal amor, resolvió poner fin a un asunto cuyos resultados podían llegar a ser desagradables. Con posterioridad a la carta que había enviado a Lulio, ni las manifestaciones más visibles de desagrado ni hasta los desdenes que empleó la linda genovesa, pudieron contener a su constante perseguidor. Cansada en fin de tan inútiles medios, se decidió, acorde con su esposo, a emplear el último recurso. Escribió a Raimundo y le dio en su casa una cita; acudió volando a ella el joven amante, quien no pudo menos de conmoverse, viéndose en presencia del objeto que adoraba, y al notar la calma, la gravedad y el sello de tristeza que se vislumbraba en su semblante. La dama fue la que rompió el silencio preguntándole el motivo porque tan obstinadamente la perseguía; a cuyas palabras Raimundo, más insensato que nunca, le dijo que siendo ella la criatura más hermosa de la tierra le era imposible no adorarla, o dejar de seguirla. Hallándose pues en su tema favorito de la belleza de su ídolo, no vaciló en loar con entusiasmo los hechizos que le habían inspirado sus versos. Entonces la infeliz Ambrosia decidióse a sanar a Raimundo de su amorosa locura. "Vos me creéis, le dijo, la más bella de las mujeres; ¡cuánto os engañáis! Mirad, añadió, mirad lo que tanto amáis, mirad lo que causa vuestro delirio; y le descubrió su seno que un espantoso mal estaba devorando. Pensad en la podredumbre de este pobre cuerpo que alimenta vuestras esperanzas, y aviva vuestros deseos. Ah! exclamó Ambrosia no pudiendo comprimir sus lágrimas, dirigid a mejor fin vuestra pasión, y en vez de amar a una imperfecta criatura que se consume, amad a Dios que es perfecto e incorruptible.” Apenas hubo Ambrosia proferido estas palabras, cuando se dirigió al interior de su estancia, dejando solo a Raimundo entregado a sus reflexiones." -
Sea como fuere, nosotros deseáramos que los que estampan palabras tan textuales, hubiesen dado pruebas de su autenticidad, trascribiéndonos el original de tan interesante carta, o citándonos el cronista del sentido coloquio. Por lo demás es lo cierto que esta aventura al mismo tiempo que puso término a los amoríos y locuras de Raimundo, dio fin también a sus apasionadas trovas; y que conduciendo el alma del amante a más elevadas regiones, dio a su estro un carácter sublime, grave y severo.
Si en este cambio vino a ganar o no la poesía de Lulio no es fácil determinarlo cuando no hay posibilidad de comparar; sin embargo es de creer que perdiese en la forma y en la gracia de la expresión lo que por otra parte ganaba en elevación y grandeza: pues como sus galantes y amorosos versos tenían por objeto exclusivo deleitar con su armonía a las beldades que le inspiraban para hacer más fácil la conquista de su corazón, o lucir quizás sus dotes poéticas en los concurridos certámenes, era regular fuesen escritos con más esmero todavía que aquellos en que, prescindiendo algún tanto de semejante atractivo, se dirigían noblemente a más altos fines y a mayores empresas. La guerra abierta que declaró a cuanto pudiese dar el menor halago a los sentidos, al mismo tiempo que le circunscribió a un género de vida extremadamente rígido, le hizo adoptar hasta en sus escritos un lenguaje ajeno de todo artificio, si bien puro y agradable; y a tal extremo llevó su severidad, que hasta se duele en varios pasajes de sus obras de que sus contemporáneos gustasen de las pinturas y vanos adornos en los libros y prescindiesen del espíritu que en ellos se encerraba.
Su devoción le aficionó a los asuntos místicos y religiosos; sus contratiempos le hicieron a veces plañidero y elegíaco; la magnitud de sus proyectos le dio atrevimiento y osadía en sus versos de circunstancias; su fé, caridad y amor al prójimo le convirtió en cantor de la moral más pura y de las excelencias de Dios; y la idolatría con que amaba la ciencia le hizo poeta didáctico: y así como durante los desvíos de su juventud, según él mismo manifiesta, la hermosura de las mujeres era el imán de sus ojos; más tarde lo fueron de su corazón la poética figura de María, bajo cuyo manto procuraba conducir a los que vivían en las tinieblas del error, la imagen (imájen) sagrada de la religión por la que tanto se desvelaba, y la majestad sublime de la sabiduría de que quiso ser hijo predilecto.
Remordiéndole la conciencia por el sensualismo de las profanas canciones que había escrito, cuyos consonantes exhalaban, dice, el hedor de la concupiscencia (1), quiso expiar su falta dedicándose a los asuntos místicos y escribiendo lleno de devoción y en sentidos versos una bella composición elegíaca sobre el Llanto y dolores de María, y otra que tituló las Horas de la Virgen; para inmortalizar sus infortunios nos dejó el Canto de Raimundo y el Desconsuelo; para alentar a la cristiandad en los grandes proyectos que tenía meditados compuso el Concilio; para que la criatura conociese los misterios y las grandezas del Todo-poderoso trazó su Dictado de Raimundo y los Cien nombres de Dios; para inculcar los sanos principios de la moral cristiana y enseñar a aborrecer el vicio puso en rimas el extenso libro que llamó Medicina del pecado; y para la mejor aplicación de su doctrina, delineó un poema sobre la Lógica, y otro sobre las Reglas para la aplicación del Arte general.
(1) Teniendo presente Lulio sus pasadas trovas escribía en el libro de Contemplación, que fue uno de los primeros que compuso en su retiro: - “Luxuria fá, Senyor, fer cançons, dançes, é voltas, é lays als trobadors é cantadors. On ¿qu' els val, Senyor, loament de fayçons, ni de agensament de paraules, pus que la obra per la qual son cantadors es tota plena de pudors é de sucietats?" - Cap. 143.
Siendo pues la poesía nuestro exclusivo objeto, ocuparémonos de cada una de estas obras en particular, por el orden cronológico con que fueron escritas, y daremos de las mismas los textos originales, inéditos todavía (1), con toda la exactitud que nos sea dable, prefiriendo siempre en los pasajes que nos han parecido oscuros, transcribirlos letra por letra y tal como están en los antiguos códices que poseemos, antes que alterar en lo más mínimo ni la idea ni la expresión del autor, y notando las principales variantes que nos resulten del minucioso cotejo de ambos códices; mas no consentimos en dar fin a nuestro bosquejo sin que insertemos un fragmento de la carta que por vía de nota acompaña la bellísima Descripción histórica artística del castillo de Bellver, escrita por el célebre Jovellanos. - “El solo nombre de Lull, dice, vale por cuantos testimonios se pudieran alegar en favor de Mallorca. En la esfera inmensa de sus escritos se descubre un amor decidido, y un felicísimo talento para la poesía. Han perecido a la verdad los innumerables versos de amor y galanterías que confiesa haber escrito en su extraviada juventud, y aún yacen olvidados muchos de sus poemas piadosos; pero bastan los que se conocen para prueba de que ningún trovador del siglo XIII le igualó ni en hermosura de dicción, ni en pureza de estilo. Lo más digno de notar es, que mientras los demás trovadores envilecían su profesión y numen, copiándose y repitiéndose unos a otros ideas lúbricas y pensamientos frívolos, solo Lull levantándose en las alas de la filosofía y de la religión, consagraba su estro ora a la expresión de las ideas más sutiles y abstractas, tal como en su lógica y retórica en metro catalan, ora a los pensamientos más sublimes y piadosos, como en su patético poema del Desconort, y en los que escribió sobre los cien nombres de Dios y sobre el orden del mundo. De forma que si V. considera que Lull nació en Mallorca dos años después de la conquista; que recibió en ella su educación, y que pasó su juventud en la corte de sus reyes, no sólo hallará que la musa balear ganó por él un puesto muy distinguido en el Parnaso catalan, sino que a él le deben la lengua y la poesía catalana su majestad y esplendor."
(1) No sabemos que se haya impreso en su original ninguna de las obras poéticas de Raimundo Lulio. Algunas lo han sido en latín por algunos amantes de las glorias de nuestro célebre paisano. D. Nicolás de Pax publicó en el siglo XVII una traducción castellana del Desconort que se ha reproducido en nuestros días.
Yo no sé si esta fue la razón que tuvo el docto Mariana para decir que los poetas de la corte de Don Juan I componían y trovaban en lenguaje mallorquín; pero el suyo fue siempre muy exacto, y sus frases siempre muy pensadas, para que creamos que asentó aquella sin alguna buena razón. Lo que no tiene duda es que el ilustre ejemplo de Lull no fue perdido para su patria. Si el descuido ha dejado olvidar en ella como en otras partes las producciones de sus trovadores, la frecuente residencia de los reyes de Mallorca en Cataluña y Francia; la gran cabida que tuvieron los mallorquines, así, en su corte como en la de Aragón; su afición constante a los buenos estudios, y el genio que en ellos acreditaron, y que se podría comprobar con muchos y buenos testimonios, no permite que se les excluya de la participación de esta gloria, cuanto menos constándonos el aprecio que siempre hicieron de los escritos de su ilustre paisano, cuyos libros andaban a todas horas en sus manos, y el esplendor con que sus discípulos cultivaban todavía la poesía nacional en el siglo XV y a la entrada del XVI.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada
Els comentaris de robots o de malparits i malparides catalanistes s´esBURRaran.
No us mateu, agafeu un llibre.
Nota: Només un membre d'aquest blog pot publicar entrades.