XVII.
Epitafio al sapientísimo y doctísimo varón D. Antonio Agustín, Cesaraugustano, Arzobispo de Tarragona, hecho por Fr. Gerónimo Ezquerra, Carmelita descalzo, Aragonés. (Vid. pág. 39.)
“Oye Agustín la fama de un Antonio,
y herido de la gloria que le inflama,
dio en una voz de entrambos testimonio.
Qué es esto, amigos? Los indoctos (clama)
se levantan, y osados ese cielo
nos arrebatan con perpetua fama?
Nosotros fabricando de cerbelo
en nuestra carne y sangre revolcados
yacemos miserables en el suelo.
Con nuestras letras y doctrina hinchados
andamos tras el aire; cuando aquellos
son por el aire al cielo levantados.
Qué nos importa con soberbios cuellos,
frente arrugada, y arrogantes labios,
buscar el nombre que aborrecen ellos?
Aquellos son los verdaderos sabios
que saben con doctísima ignorancia
trocar en alabanza sus agravios.
Dejemos pues, amigos, la arrogancia,
juntemos el estudio de inocencia
con el de la elocuencia y elegancia.
Esta fue de aquel Padre la sentencia:
juntar contra las fuerzas del demonio
de Antonio y Agustín virtud y ciencia.
Tú, célebre Agustín, piadoso Antonio,
que en letras y piedad de aquesta junta
un vivo das al mundo testimonio:
Cuando por su memoria nos pregunta,
le podrás responder con la memoria
que en ti quedó del uno y otro junta.
Del gran Egipcio la piedad notoria,
y el labio del doctísimo Africano
en ti compiten una misma gloria.
Dígalo el foro superior Romano,
que de tu sacra trípode suspenso
oráculo esperaba soberano.
El pastoral cayado, tanto ascenso,
las graves legaciones de Alemaña,
medida corta de un valor inmenso.
El valor que a un Fernando, de la extraña,
a un Príncipe Filipo de la nuestra
a toda gente acepto te acompaña.
La docta pluma en altos vuelos diestra,
la verdad a la ley restituida
con llave de sus títulos maestra.
La cana antigüedad reflorecida,
nuestro siglo con ella en su tesoro
y la futura edad enriquecida.
El sacro, el docto, y el piadoso coro
que en Lérida, Alifán, Sicilia y Trento,
tu pecho admiran con igual decoro.
El huérfano, el desnudo y el hambriento,
el sabio, el ignorante, el rico, el pobre,
y todos juntos con un mismo acento
Harán que el nombre de Agustino sobre-
puje la edad y la común miseria
mal defendida en bien fundido cobre.
La cabeza levanta Celtiberia,
y el honor de tal hijo comunica
a los maternos límites de Iberia.
Salduba aquesta gloria se adjudica, (Salduie, Caesaraugusta, Zaragoza)
y por el de Agustín con el de Augusto
el título de Augusta ya duplica.
Pues ni el vigor pacífico y robusto
del César pudo hacerla más ilustre
que el pecho de un varón tan sabio y justo.
También le cabe parte de este lustre
a la mayor del mundo insigne Atenas,
Con que de nuevo su grandeza ilustre.
Pues pisando de Tormes las arenas,
de otras tantas grandezas con su nombre
dejó las musas de su escuela llenas.
Ni menos ennoblece su renombre
a la colonia Julia vencedora,
donde encerró en su edicto a Dios un hombre (a).
Al sucesor de Fructuoso adora
su cátedra, metrópoli de España,
con que el antiguo título mejora.
Del Tirrénico lago que la baña,
del circo, foro, emporio, anfiteatro,
y otras ruinas de grandeza extraña.
Solo a su Antonio saca en su teatro
después de Eulogio, Augurio, y Fructuoso,
cuyo fue sucesor cincuenta y cuatro.
Tú, espíritu gentil y glorioso,
que en el empíreo alcázar sublimado
gozas seguro de inmortal reposo:
Si admite aquesa paz algún cuidado,
tenlo del patrio suelo, de la Silla
que honraste, que ocupaste venerado.
Y al que buscando la verdad sencilla
para entender las leyes, y explicallas
en tus profundas páginas se humilla;
Al que adorando sacras antiguallas,
piedras, letreros, cifras, inscripciones,
tus Diálogos revuelve, y tus Medallas;
A todos los ardientes corazones
que en las reliquias de tu ingenio y vida
buscan ingenio y vida a sus acciones,
Acúdeles, Antonio, sin medida,
alcanzándoles luz sobreeminente
de caridad en Cristo reducida
para contigo amarle eternamente.”
(a) En tiempo de este buen poeta andaba muy valida la autoridad de que César publicó en Tarragona el famoso edicto del censo que comprendió a S. Joseph y su Sma. Esposa. El cit. Flórez, t. 25, nos ha desengañado.